viernes, 20 de enero de 2012

PREMISAS

Floristería
La señora de los lavabos.
Destornillador, tenazas, alicates, taladro, martillo… cualquier herramienta.
Sentimiento: nada sigue igual, nada es estable, no puedo controlar mi vida.
Un naufragio.
Una pedida de mano.
Personaje: un cobarde.
Unas gafas de sol rotas
Carnaval
Cuatro por cuatro, dieciséis.
Juegos malabares
Un ex atleta.


RELATO DE LASSIE
La floristería estaba cerrada, normal eran las tres de la mañana, ¿quién iba a estar trabajando a esas horas? y más en ese día.
Llevaba una hora corriendo sin parar, no estaba nada mal para un ex atleta, ex astronauta, ex persona, ex todo. Abandoné el programa de entrenamiento, la subestación Ursus T9............. Por cobardía, porrrrrrrrrrrrrrr inutilidad, qué sé yo. Ya lo decían: Eres el mejor corriendo! Corriendo! Era bueno escapando, el correr era una cualidad subyacente del escapar. Escapaba de lo bueno, de lo malo de mí, de los demás.
Pero no podía escapar de aquella entidad viscosa reptante sigilosa que predecía todos mis movimientos, se me adelantaba, que me zancadilleaba, pero que no podía verla, ni oírla, solo sentir su aliento en el que veía reflejado todo de mí y de Marlock, el que estaba a cientos de miles de kilómetros, me hablaba de él, de lo que hacía, de lo que pensaba, de lo que sentía conectado a esa máquina, solo conectado por el corazón y cerebro por aquel fatal accidente que yo pude haber evitado si no hubiera escapado.
Llegué a la unidad de desplazamiento Brarkrum 7/9 justo cuando la luna de de Mirknia y los dos soles de Faustum se cruzaban en el cielo púrpura.
La unidad de desplazamiento estaba deteriorada solo podía serme útil como unidad de desplazamiento terrestre. Tenía destornillador, tenazas, alicates, taladro, martillo, cualquier herramienta menos el destornillador helicoidal que abría la tapa del aeropropulsor.
Había recorrido la isla buscando un taller, pero nada, solo había una floristería, un colegio, una barriada demolida y la dichosa unidad de vigilancia.    
En el cielo los rastros de la nave 6324/dpn unidad de persecución. Cada vez estaba más cerca.................
Me senté a observar el reflejo cobrizo de las dos lunas en el verdoso mar sobre la hierba azul y posé mi mano sobre unas gafas de sol rotas. Una pieza de arqueología del siglo veinte, de regreso podría venderlas a algún arqueólogo, sin duda un vestigio de la trashumancia interplanetaria del siglo 23.
Solo me quedaba esperar a mi captura, el resto es historia que será borrada, para ser y formateado como un robot sin serlo, esa es la pena capital: el borrado de recuerdos de sensaciones, y de ahí en adelante, menos que una planta, seré un actor de anuncios de dentífrico y dormiré en una caja de cartón y mis excrementos se guardarán como fertilizante y mi esperma como lubricante para bombillas.
La pedida de mano es la única cosa que recuerdo con placer, cuando pedí la mano de mi mujer a sus padres y todos los robots de la casa salieron al jardín y prendieron los fuegos artificiales. Será borrado.  Eso y cuando en aquella tarde de cyborgbeisbol aquella señora de los lavabos me cogió del bate.
Pero ese es nuestro destino, nada permanece, todo cambia, no transitaras dos veces por la misma vía láctea.
Todo es un carnaval de mascaras mutantes, cuatro por cuatro dieciséis, esto nunca fue así. El observador altera lo observado y lo observado altera al observador. Son las transformaciones de los diferentes universos, un juego malabar de un caniche sobre la pulga de un mono.
−Siempre divagando, Makeijan, acompáñanos, tu escapada ha llegado a su fin.
El piloto Next y su robot Antonio estaban ya aquí. Ciertamente era rápida la nave 6324/dpn.
Los dos soles brillaban las lunas les hacían la competencia a su manera. Me metieron en la nave; allí estaba Marlok. Me pidió mi cuerpo yo se lo entregué gustoso. Pasaría a vivir a través de una máquina y el viviría en un cuerpo, el mío. Pero por lo menos había dejado de escapar y no haría esos malditos anuncios de pasta de dientes.

RELATO DE MARÍA
Lo primero que hizo Jacinta en cuanto consiguió que le abriera la puerta de mi casa fue romperme las gafas de sol. Lo tomé enseguida como signo de mal agüero, a pesar de que creo que no lo hizo a posta. Aplastó mis gafas con una de sus al menos dieciséis maletas, cuatro por cuatro, las cuales subí pacientemente, sin ayuda de nadie, para hacer el gilipollas me sobro y me basto, hasta el quinto piso, mi domicilio de soltero desde hacía más de diez años.

Jacinta me esperaba arriba, mirándome por encima de sus gafitas, mientras me daba indicaciones sobre cómo transportar de forma correcta su extenso equipaje, por aquí, esto allá, no, así no, espera que me la vas a romper; cuando me harté y le dije: toma tu maleta, es tuya, haz con ella lo que te salga del coño, ella la lanzó al sofá, indignadísima, diciéndome, no, diciéndome no, gritándome, que así no empezábamos bien.

Mis gafas de sol, en el sofá, quedaron hechas añicos, pero en cuanto abrí la boca para comentárselo, me echó en cara mi desconsiderada anticaballerosidad, lo que carajos sea eso, para terminar con que mucho peor que mis gafas había terminado su preciosa maletita, una de las dieciséis, a la que había descubierto una mancha ridícula por su extensión, y que un ser humano normal ni siquiera notaría, y que muy probablemente habría manchado yo, según todos los indicios que enumeró con una prolijidad que para sí quisiera Sherlock Holmes.

Me arrepentí de Jacinta antes de que ella diera un paso por encima del dintel, pero lo dio con tal energía, con tanta rotundidad, que, cuando entré yo a mi propia casa, detrás de ella, no pude evitar restregar mis suelas contra la alfombrilla, mi propia alfombrilla, una costumbre que yo nunca había tenido, por si ella se quejaba del polvo de la calle que traía con mis suelas.

Su manera de ver mis cosas fue al principio condescendiente, como se acepta en carnaval cualquier disfraz, pero muy pronto me atenazó a su propio mundo, me atornilló a unas costumbres ajenas, me martilleó unas ideas que nunca antes había pensado, y me taladró con sus obsesiones cotidianas. Pronto Jacinta se hizo insustituible, y yo, cuanto más dependiente de ella, más la odiaba, aunque el odio estaba muy amortiguado por esta manera de ser mía tan indolente desde que abandoné el deporte profesional.

Al principio, aprecié nuestra vida en común como unos juegos malabares. Era difícil, pero si lo hacía bien, si no perdía la concentración, el ritmo, si me dejaba llevar, acababa pensando que con la práctica lograría que no se fuera al diablo la paz, porque ya no era a ella a quien quería, sino la paz con ella, algo muy distinto. Pero muy pronto entendí que su paz era la guerra, que sólo así ella se sentía viva, y que yo no tenía ni siquiera el aliciente de amarla, porque muy pronto dejé de hacerlo, si es que alguna vez la quise.

La conocí en una floristería. No es que tuviera que comprar flores, me metí allí porque llovía. Ella me tomó por un despistado romántico necesitado de orientación. Ni siquiera trabajaba allí, era clienta, todos los viernes se compraba tres rosas oscuras, las más oscuras, decía con esos ojos con los que intentaba traspasarme. Me hizo gracia su obsesión, su tontería, la tomé por algo serio, mucho más serio que mi chorra existencia, simple como un botijo. Admiré en aquel momento, quizá influido por los aromas florales, aquella complejidad, aquel tomarse tan en serio. También debo decir que era guapa, más o menos, para mí bastante.

Yo era ex atleta. Un atleta está bien, pero un ex atleta es un ser desubicado, que ya no sabe qué ser, que nunca pensó en ser otra cosa. Cuando cumplí una edad y dejé el potro y las anillas, me lo tomé a lo imbécil, como si me hiciera gracia pasar de ser un crack a un completo inútil, y no me deprimí como muchos de mis antiguos compañeros, que se abandonaron en un doloroso naufragio personal. Yo, por el contrario, me di a la bebida, pero de buen rollo, sólo porque ya podía, no como cuando practicaba el atletismo, que no podía beber, ni follar, ni ponerme hasta el culo de calamares.

Solo recuerdo un día de esa época en que me derrumbé. Fue en un servicio público, al descubrirme un michelín. Un michelín, lo juro, un estúpido michelín me recordó de pronto que uno que antes era atleta ahora era un borracho. Menos mal que había señora de los lavabos. La vi, abrí mi cartera, cogí una moneda de dos euros, si hubiera habido más grande hubiera sido más grande, pero un billete me parecía demasiado, la moneda de dos euros entre mis dedos al final de un brazo extendido, mis ojos bañados en lágrimas, la señora al fondo del pasillo con los ojos tan brillantes al menos como la moneda a la que no quitaba ella ojo, y un mangui rápido y hábil, un auténtico profesional, birlándome la moneda, en mi cara, mi brazo extendido sin saber qué hacer, me rasqué con él la calva, la señora de los lavabos me retiró la mirada, la sonrisa, y yo entonces rompí a llorar.

Por lo demás, nadie más anodino que yo, más plano, más contento de ser tan parecido a una ameba. Jacinta, pues, me pareció lógicamente un ser excepcional. Y me tragué el anzuelo del todo con un pico, ¿se dice así?, una especie de beso mal dado, como si fuera robado, un beso atropellado, como si estuviera prohibido besar y Jacinta se pasara la prohibición por el forro de sus ovarios. Y es que me pongo a pensar y a intentar revivir aquel escuálido beso y no siento nada especial. Pero fue ese beso el que me atontó más que el alcohol, y, dentro de mi evitar irme a la mierda a base de ser la mierda misma, me hizo atolondrarme contra la que iba a ser mi peor enemiga en cuanto cruzara el dintel de mi tonta puerta. Fue así, un beso y para adentro. Ni una cita, ni un conocerse, ni un declararse, ni mucho menos una pedida de mano. Un puto beso y para adelante.

En cuanto entró meó de forma invisible en todas las esquinas de los tabiques. Antes incluso de romper mis gafas de sol yo ya me sentía intruso en mi propia casa. Veía su trasero delante de mí, de habitación en habitación, y me daba la impresión de que me estaba enseñando el hábitat y dándome indicaciones para la convivencia. Aquí no quiero esto, oh por dios, qué horror, quién te regaló esta ordinariez, ¿no pensarás que me voy a bañar en esta silicona negra? A mí la silicona negra no me molestaba. Según ella, podía haber muerto de un ataque de bacterias. No tuve respuesta, hacía ya mucho tiempo que no usaba mi cerebro y ya no me respondía. Entonces pensé que hubiera sido mejor hundirme en una depresión brutal, como tres o cuatro que conocía del gimnasio, incluso suicidarme, pero con sentido, en lugar de acabar así, con la mente tan esclerótica que no encontraba el modo de echar a patadas a una chica mona, sí, pero absolutamente convencida de haber encontrado en mi persona el típico incauto para controlar.

Cinco años después, y no cinco minutos después, cinco larguísimos años después, un puñetero lustro, media década, probablemente la dieciséisava parte de mi vida, cinco años sobrios a la fuerza después, salí a la calle con mi propia maleta. Más feliz que la hostia. Cualquier callejón oscuro y meado sería mejor que el universo de Jacinta en que se había convertido lo que un día fue mi casa. Cinco años de tensión de los cuales pasé en silencio los últimos cuatro; yo no abría la boca para no empeorarlo y ella tampoco lo veía raro. Sin embargo, hasta un encefalograma plano como el mío quería ver su cara, la cara de Jacinta, en el momento de la despedida.

Me regodeé días antes imaginando la escena, platos rotos, lágrimas, gritos, desesperación… Pero ella simplemente dijo: cierra la puerta. Y luego, cuando yo estaba ya en el ascensor, ella salió corriendo, alegrándose de verme aún allí, y me pidió las llaves. Para no tener que cambiar la cerradura, dijo. Y se las di.

Soy un puto cobarde, qué duda cabe, pero un cobarde feliz, un cobarde sin casa, pero satisfecho. Un cobarde sin Jacinta vale más que un valiente con ella, porque hay que tener valor para vivir con ella.

 

Dientes de conejo en Alabama

PREMISAS
 
Alabama
Torcer la lengua
Apadrinar a un niño
Un consejo inútil
Quemaba mucho
La nevera
A pleno pulmón
Al ralentí
Se pierde o destruye algo de mucho valor
Una bodega
Dientes de conejo
A los niños hay que decirles siempre la verdad
No controles mi forma de pensar porque es total y a todos les encanta.
La final del campeonato del mundo.

RELATO DE LASSIE

Era la final del campeonato del mundo de Torcer la lengua. Estaba tan contento de poder ver la final. Me hubiera gustado participar pero me expulsaron por deslenguado. Todo no puede ser, periodista y torcer la lengua son cosas imposibles aunque si se hace una cosa a la vez se puede... Eso es algo que a mí me costaba tanto, en fin.
Sonó el teléfono a las tres de la mañana; era mi jefe gritándome a pleno pulmón desde el otro lado de la línea en Alabama, deja ese jodido campeonato de torcer la lengua y ven inmediatamente, han encontrado al alcalde en la nevera y no estaba solo, estaba con cubito de hielo ni más ni menos.
Y claro tenía que ir, en eso era bueno en meter las narices no solo donde no importaba sino hasta por donde no entraba.
Oh, el alcalde con cubito de hielo en la nevera. No me lo puedo creer. Dos enemigos que no solo se odiaban si no que se combatían, habían sido pillados in fraganti. En el mayor garito de apuestas ilegales de la ciudad.
Llegué a Alabama a las 6 de la tarde y nada más llegar llamé a Dientes de Conejo.
Quedamos al cuarto de hora en una bodega a pesar de que ninguno de los dos bebía. Dientes de conejo era así, te citaba en los sitios más extraños; también su mote era extraño pues no tenía diente… pero bebía litros de jugo de zanahoria al día. No me dijo nada, solo cotilleos, nadie sabía nada.
Tuve que recorrer varias heladerías para recabar información. Hablé con algunas de sus dulces y mantecosas camareras, que me trataron con dulzura pero ninguna soltaba la guinda.
El alcalde, tantos años de lucha contra el crimen organizado, cerró todos los sitios de apuestas; varias heladerías clandestinas que producían hielo dorado, el sucedáneo del éxtasis más intenso que jamás se creó, superando incluso al original… pues bien nuestro alcalde acabó con todo ello. Y con mucho más, Alabama, la ciudad del crimen de los años cincuenta, sesenta y setenta del siglo 21.
Mi madre me dio un consejo inútil, eso creía yo: a veces no tienes que ir a por la noticia, alguien está deseando contarla y no sabe ni a quién ni cuándo ni cómo, permanece oculto en la multitud y él te verá.  
Nadie supo que es lo que pasó, por qué el alcalde cayó de tal manera, a los otros se les veía, pero este era diferente.
Aquel hombre me paró en la parada del autobús y me dijo que a los niños hay que decirles la verdad y me dio un micro usb. Allí lo explicaba todo con pelos y señales.
Eso me recordó que quería apadrinar a un niño, fue la promesa que me hice tras venir de África.
Decodifiqué la información de mi usb. Allí estaba el documento: no controles mi forma de pensar porque es total y a todos les encanta 2.
El alcalde había apostado con cubito de hielo cien mil cuantumdolares a que, de una manera u otra, iba a acabar con él y que iba a descubrir su identidad. Y Cubito de hielo que dijo que él iba a acabar con él.
Los dos ganaron la apuesta de alguna manera. En el momento en que se daban la mano tras firmar la apuesta, la policía entró.
Cubito de hielo se derritió de vergüenza y el alcalde................. Todos sabemos.

RELATO DE HÉCTOR
Cést la Vie
Alabama era su nombre de pila, el aita se lo había puesto pues pasó diez larguísimos años allí, pastoreando ovejas ajenas … Alabama del Jesús Goikotxea Zubizarreta, como para torcerse la lengua diciéndolo de corrido, fue estudiante notable de Semiología y Epistemología en la UPV y aquí estaba de mesera en una bodega de delicatessen de su pequeño pueblo, sacando hielos de la nevera. Ahora le habría gritado a  pleno pulmón a Antón, su profesor de Sociología, que era un PELMA y un experto en dar consejos inútiles. Y pensar que durante mucho tiempo había sido Su Profeta, Su Ídolo, Su Semidiós…, ahora le parecían repulsivos sus dientes de conejo, quemaba mucho la frustración, esa áspera  sensación de fracaso, y es que habían sido siete eternos años de dejar hojas de vida y proyectos en empresas privadas y públicas y un ya le llamaremos, pero antes la odiosa pregunta: ¿Qué experiencia tiene? Como para quemarles en leña verde.
Con treinta años a cuestas recordaba todos los premios y alabanzas que había recibido durante toda su vida estudiantil y le entraban ganas de gritar o romper cristales para desahogarse. Mimada desde muy pequeña, sus trenzas rubias, sus azules ojos siempre vivaces, su inteligencia y su gracia siempre oportuna, todo … todo ¡ se había perdido en el camino. Ahora hacía grandes esfuerzos para no desagradar a la clientela con su neurosis y amargura. Mirándose en el espejo veía a una casi anciana que creía que lo único que había hecho bien había sido apadrinar a Samir, el niño saharaui que había estudiado gracias a sus aportaciones y que varias veces al año le enviaba agradecidas y tiernas cartas con dibujos multicolores.
Su Padre le había insinuado que estudiara algo más práctico y ella, tan segura de sí misma, le había contestado mofándose y cantando: no controles mi forma de pensar, porque es total y a todo el mundo le encanta…
Y había salido por la puerta agigantada como una campeona del mundo, aunque aún no sabía que la vida daba muchas vueltas. 

RELATO DE SIDNEY POITIERS
Charlie se levantó de la cama y fue a la nevera a por una caja de leche para desayunar los cereales de supermercado, como siempre. Clara le repetía todos los días “no tomes leche, los adultos no necesitamos tomar leche, de hecho es nocivo, y esos Corn Flakes industriales son una mierda”. Era siempre su primera frase. Pero Charlie le sacaba la lengua torcida. Era un consejo inútil.
Ella no daba leche a sus dos hijos, y cuando estos le preguntaban por qué ellos no tomaban leche y los demás niños sí, les decía que la leche hacía que la gente tuviera dientes de conejo – “cómo vuestro padre”.
- Clara por favor, a los niños hay que decirles siempre la verdad.
- Sí, como cuando tú les dijiste que les ibas a llevar a la final del campeonato del mundo, ¿no? Además Ibrahim se ha criado y alimentado en Africa hasta que lo apadrinamos y sabes bien que ellos no toleran la leche.
- Eso fue un malentendido, no tenía ni idea de que sería en Alabama.
- ¡Sí que lo sabías! Hiciste que perdieran la confianza en ti, eso es algo de mucho valor para un niño, y para un padre.
Cuando abrió la nevera vio que no quedaba leche y soltó algún juramento que otro, el despertar de Charlie no era precisamente muy agradable pero tampoco tan agresivo tampoco. Se dirigió a la bodega, al almacén de la casa refunfuñando y una vez allí vio que tampoco había leche. Soltó un grito a pleno pulmón. Esto ya se salía de lo normal. Hasta Clara y los niños pudieron escuchar el grito.
Clara bajó al almacén y encontró a Charlie, sentado de espaldas, aparentemente tranquilo. Se acercó a él, vio su rostro, sudoroso, las venas de la cara hinchadas, le tocó la frente, quemaba mucho, ¿tendría fiebre? El no decía nada. Clara preguntó:
- Charlie, ¿qué pasa?
Contestó como ido: “no hay leche”
-Ya lo sé – dijo Clara asustada - me he deshecho de la que quedaba. Pero ¿te parece normal reaccionar así ante semejante tontería?
Charlie empezó a contestar al ralentí - “No es una tontería, es mi desayuno” - y aceleró un poquito – “tú no eres nadie para decirme lo que tengo que desayunar” – siguió acelerando – “llevas toda la vida manipulándome” – y ya casi como un loco se le puso a cantar - “no controles mi forma de pensar porque es total y a todos les encanta, no controles mis sentidos, no controles mis vestidos” – “ni tan siquiera visto como yo quiero”
Clara no salía de su asombro, no reaccionó durante un buen rato, Charlie parecía haber vuelto a su ser y Clara volvió a preguntar.
- Charlie ¿qué pasa?
- Tú tan lista y no te enteras. Mírame bien y fíjate como artículo estas palabras y por supuesto observa mis dientes de conejo. La caja de leche ha reventado. Te lo explicó o prefieres que te haga un plano.
Clara despertó y sintió como Charlie se dirigía a la nevera como cada mañana, se levantó tras él y dijo:
- Buenos días.

RELATO DE MILONGAS

La extravié en la bodega, estoy segura, cuando bajé a por vino para el marqués. Era la segunda botella de esa noche, solo para él; entré deprisa en la oscuridad, ni encendí la luz, me sabía de memoria el recorrido, pero me atolondré, y debió ser entonces que la perdí.
Tenía que encontrarla. No era gran cosa para nadie excepto para mí, el objeto más antiguo del mundo, de mi mundo, una piedra de colores que me acompañaba desde que tenía memoria.
Volví a la bodega de madrugada con una linterna, no quería que nadie del servicio preguntara. Escudriñé la estancia centímetro a centímetro, rebusqué palmo a palmo durante tres horas, sin dejar de levantar una caja, un cubo o un tonel. Todo fue en vano. Mi piedra había desaparecido.
A la mañana siguiente rebusqué por la cocina, incluso dentro de la nevera, aunque ya sabía que no estaba allí. Era inútil, tenía que aceptarlo, nunca volvería a tener esa piedra entre los dedos. Lo sentía como un duelo, como si se me hubiera perdido un trozo de mi alma.
Una parte de mí, sin embargo, la parte que había mantenido ese objeto en el bolsillo durante años y años, esa parte me hacía ver que extraviar la piedra de aquel modo tan extraño tenía que tener algún significado profundo, debía representar el inicio de una nueva etapa, de una nueva vida, qué sé yo.
Permanecí durante semanas viviendo al ralentí, no haciendo otra cosa que esperar nuevas señales de esa supuesta nueva etapa, permitiendo que la vida me pasara por encima, en lugar de al revés como era la costumbre, y provocando con ello las iras del marqués, quien sabía muy bien cómo castigarme.
Siempre torcía la lengua y se relamía los dientes de conejo antes de aplicar la vara. No me importaba mucho la vara, me había acostumbrado. Mientras me imponía el castigo, yo pensaba y pensaba dónde podría estar mi piedra, o al menos, por qué no ocurría en mi vida nada digno de ser llamado nuevo. El marqués terminó con la vara y yo seguía dándole vueltas al asunto. Me quemaba mucho el trasero, pero no tanto como para desviar mi atención del tema de la piedra. Tampoco me interesaba el consejo inútil que el marqués me daba en aquel momento sobre olvidar piedras de colores y limpiar mejor la cubertería.
Aquella tarde se retransmitía por televisión la final del campeonato del mundo de polo. A nadie le interesaba eso pero al marqués sí. Yo aprovecharía para revisar sus habitaciones más privadas: eran los únicos lugares que me faltaban por inspeccionar.
Nunca hubiera imaginado que encontraría mi piedra entre las joyas de la difunta señora marquesa, dentro de un cofre cerrado del que solo yo, además del marqués, tenía la llave. Allí, en el interior de un sobre con propaganda de una ONG de Alabama, junto al mensaje Apadrina a un niño, se encontraba mi piedra.  Ahora ya sólo me importaba saber quién la había puesto ahí y por qué.
Fui al salón, apagué el televisor en lo mejor de la competición, y me planté delante de él gritándole a pleno pulmón que quién cojones se creía que era, el marqués de los chiripimierdas, para tocarme mi piedra, y encima ponerla entre la asquerosa quincalla de la zorra felizmente defuncionada a la que se conocía por su mujer. Se quedó sin habla, pero no me arrepentí de ser tan brusca. A los niños hay que decirles siempre la verdad.
No controles mi forma de pensar porque es total y a todos les encanta –dijo el marqués.
−A la próxima se va a dejar zurrar tu abuela –amenacé.
El marqués calló, se metió dentro de sí mismo y se hizo pequeñito, insignificante. Al final me conmoví y le encendí de nuevo el televisor. Lástima que el partido ya había acabado y que había perdido su jugador favorito. Antes de dejarlo plantado, recomponiendo su gallarda y aristocrática figura, le pasé mi piedra de colores por el entrecejo, como una sutil amenaza con la que él debía entender que la próxima vez y sin contemplaciones, le metería la piedra en una de las dos cuencas.
A partir de ese día el marqués se puso a dormir el suelo. No le había obligado yo, seguía su propia voluntad. Creía que así me apiadaría y dormiría en su lecho, donde antes había dormido la marquesa. Por la misma razón me había robado mi piedra, Pero yo jamás dormiría en la misma cama que la marquesa, jamás. Me daba aprensión.
El marqués murió una noche, en el frío suelo. Llevaba enfermo varios días y no había logrado convencerle para que subiera a la cama, ni siquiera ofreciéndome a dormir a su lado. Coloqué mi piedra entre sus manos cuando estaba en su féretro y la vara con la que me azotaba la situé en el costado. No podía llevarse al otro mundo mejor recuerdo de mí. Yo tiré las joyas de la marquesa al váter.