Una araña
El secreto del ermitaño
Un tractor
Odio
Un dedo roto
Caramelos
Un laberinto
Un vendedor de enciclopedias
RELATO DE BRAITH SULLIVAN
La araña
¿Se lo debería
contar a alguien?
Había estado
desayunando en la pensión, poniéndose morada tanto como era posible con la
supuesta comida que le entregaban cada mañana. No era escasa, sino asquerosa.
Sin embargo, como cada día de esas tres últimas semanas, sería probablemente el
único alimento que conseguiría durante las siguientes 24 horas. Hasta entonces,
había sobrevivido con el desayuno y los caramelos gratis que estaban siempre en el mostrador de
recepción, algunos de los cuales siempre llegaba a esconder en su bolsillo sin
que nadie se diera cuenta.
Debido a esa
repentina falta de nutrición, cada día su mochila de enciclopedias pesaba más; ¿no se suponía
que tendría que pasar al revés? Era imprescindible que vendiera algo ya, aunque
fuera solo un libro. Ni siquiera tenía el dinero para pagar un billete de
autobús para volver a la ciudad, así que no había posibilidad de conseguir un
giro mandado de casa... Eso suponiendo, claro, que aún hubiera alguien dispuesto
a echarle un cable... ¿Por qué carajo había venido aquí? ¿Y cómo carajo
escaparse? Se sintió totalmente agobiada por la desesperación cada vez mayor de
este verdadero laberinto
de calles ciegas en el que había acabado.
Estaba mirando
fijamente el rodapié justo enfrente de la mesa, cuando Carlini le habló. A
primera vista, ella pensó que era un tractor arrancando a lo lejos, su sonido distintivo,
haciéndola alzar la vista del rodapié hacia la pequeña ventana mugrienta. Ahora
miraba a lo largo de la cuesta chamuscada por el sol, hasta la granja justo a
las afueras del pueblecito, lindante con el bosque espeso y oscuro, que parecía
extenderse por kilómetros. Ningún tractor visible, solo una araña gorda y, lo tenía que reconocer, de
aspecto jugoso. Se preguntaba ociosamente cómo sabría; quizás a gloria,
comparado con lo que acababa de comer.
-Me rompió un dedo,
ese cabrón.
El gruñido bajo del
tractor distante había viajado a la velocidad de sonido (presuntamente), y se
había detenido en los labios del hombre ancianísimo sentado a dos mesas de
ella. Su voz profunda y áspera resonó en las paredes desnudas y aún frescas a
esa hora de la mañana. En tres semanas, era la primera vez que Colini se dirigía
a ella. Confundiendo su mirada de asombro con una de interés, se entusiasmó con
su tema.
-Un pulso– levantó muy despacio su
taza de café, y sorbió ruidosamente su contenido–. Echábamos un pulso. Me apretó tan fuerte la mano que me rompió el meñique.
Cómo le odié por
eso –extendió sus dos manos justo enfrente de su cara y las estudió,
como si estuviera comparando los dos dedos–. Pero me vengué de él, claro.
Dio una carcajada
corta, que la hizo sobresaltar. Tenía muchísimas ganas de irse corriendo, ya
consciente de que esa conversación pronto dejaría de ser novedad. Encima, a pesar
de su soledad, ya se había acostumbrado al silencio de la pensión. Se sentía...
invadida.
Ajeno a su malestar,
Colini empezó desde el principio. Durante una hora muy larga, contó su historia
de venganza por el meñique roto, y por otros supuestos delitos del hombre que
había sido su mejor amigo y el prometido de su hermana. Los meses de tramar,
las semillas de duda y de celos cuidadosamente planteadas, la aparente disponibilidad
fortuita del arma, el desenlace espeluznante.
¿Qué demonios
acababa de oír? Se dio cuenta que había dejado de respirar, y le clavaba los
ojos a Colini, quien en todo este tiempo todavía no le había mirado.
-Entonces... Entonces, ¿nunca lo encontraron?
Tenía la sensación
de estar entreteniéndolo hasta que alguien la salvara de esta situación cada
vez más surrealista. Además, a pesar de ella misma, quería saber qué le había
pasado a aquel trágico joven, vuelto tan loco por los celos y la traición, que
disparó y mató a su novia, huyó al bosque, y terminó pegándose un tiro en la
cabeza.
-Nunca. Se lo comieron los lobos, digo yo. Al final Colini se giró, con una
inconfundible expresión de triunfo en su rostro.
¡¿'Se lo comieron
los lobos'?! Joder. ¿Podían pasar semejantes sucesos a la gente que vivía en
las aldeas italianas? ¿Este hombre era un asesino? Es decir, ¿un doble asesino?
¡Su propia hermana! ¿Y esta había sido su confesión? ¿Habría contado alguna vez
la historia a otra persona? Quería creer desesperadamente que les sacaba el
cuento a todos los desgraciados turistas que venían al pueblo, adornándolo un poco
más cada vez. Pero el escalofrío que le recorría la espalda la convenció de que
no había sido un simple relato.
Colini miró de nuevo
a su taza y, al verla vacía, alejó muy lentamente la silla de la mesa y se puso
en pie. Laboriosamente, cojeó hasta la puerta, se apoyó en ella un instante y,
de repente, la abrió muy rápido y salió.
-¿Finito, signorina? –la
dueña entró de sopetón en la sala, como si por poco hubiera perdido su entrada
al escenario–. ¡Oh, que sucio lo ha
dejado! Ay, el pobre tipo... Dios sabe cómo se habrá cuidado todos estos
años... Vino justo antes de que usted llegara, de hecho. Durante setenta años vivió solo allá en la granja, y
dicen que no soltó ni una palabra a nadie en todo ese tiempo ¡Setenta
años!¡ ¿Se imagina?! Fue asesinada su hermana, ¿sabe?, por su mejor amigo,
¡¿podrá creerlo?! Y después, el malicioso cabrón se fue, y nunca le echaron el
guante. El pobre Colini, el pobrecito viejo.
Se quedó sentada
mientras la mujer recogía las dos mesas y salía ajetreada de la sala, por lo
visto indiferente a que su asombrosa revelación fuera recibida con un silencio
absoluto. La araña gorda se escabulló hasta el suelo y desapareció por una
grieta entre las losas de piedra.
RELATO DE LASSIE
El cielo
estaba gris pero no estaba nublado, el que estaba nublado era el tractor.
El dichoso electrotractor.........
no avanzaba, no retrocedía, tampoco se detenía; parecía una minipimer batiendo
con un arado. Bajé de aquel trasto. Fui
a pedir ayuda al monasterio, pasé la tarjeta por la verja y se abrió. Una
melodía angelical salió de entre las hiedras. Miré hacia atrás, desde esa
respectiva el electrotractor parecía una araña. Entré en el monasterio, recordé que no llegaría a
casa a tiempo para la final, para la final del planeta, así se anunciaba por la
televisión. El planeta llegaba a su final ese día, el planeta Nirbrim iba chocar contra nosotros. Siempre echando
la culpa a los de fuera.
Los monjes
oraban todos todos, excepto el guardián
de la biblioteca, un Vendedor
de enciclopedias jubilado anticipadamente. Estaba sentado junto a un bio-ordenador y me
miró, los cables se ondularon, la pantalla giró hacia mí, parpadeó y volvió a
su tarea. El bibliotecario simplemente permanecía ahí. Le conté lo del electro
tractor ya le dije que se estaba volviendo al arado tradicional pero no me hizo
caso y el ordenador dijo que eso era
asunto del Prior y que las próximos tres días estaría rezando por la salvación
de las almas de la humanidad. Dejando todo
para última hora, pensé.
Si tanto creen
en la final no se por qué me han llamado, pensé. El Ordenador me contestó: Un final es la
antesala de un nuevo principio, hay que terminar las cosas bien. Vaya a la
biblioteca.
Sin decir nada
el bibliotecario me entregó una tarjeta, indicándome dónde podía encontrar el
manual del electrotractor. Giré la tarjeta
y decía: la verdadera comunicación está más allá de las palabras. En fin.
Entré en la
biblioteca, era mucho más grande de lo que parecía. Había estado muchas veces allí, pero nunca
había pasado de la primera sala. Claro era un día especial y no habría más...
Bajé las
escaleras y la tarjeta empezó a palpitar, a soltar unos extraños destellos
Parecía una mascota
pidiendo su comida.
Escuché un
ruido, miré al suelo: había un
dedo roto. ¿Lo habría roto yo? ¿La tarjeta parpadearía por eso? Cerca
estaba la estatua de un santo que le faltaba un dedo. Aquel santo parecía el patrón
de los fumadores pasivos, ponía la misma cara que cuando alguien cerca de mí
enciende un porro: me relajo taaaaaaantooooooooooo. Me acerqué al santo y le puse el dedo en su
sitio, una compuerta se abrió y apareció la imagen de un matasuegras a medio
extender, tallado muy bien por cierto. Por lo menos tenían algo de humor. Me
fijé y algunos libros estaban tallados en marmol; otros, los menos, eran
pergaminos antiguos. La tarjeta había dejado de comportarse como una mascota,
por lo menos como una mascota viva. Estaba fría hasta que de repente soltó un
anuncio publicitario que no comprendí.
Bajé unas
escaleras. Había dos puertas. En una ponía: no pasar; en la otra: no seas merluzo y pasa por aquí. Crucé la que
ponía no seas merluzo y pasa por aquí. Había un enorme laberinto. Miré hacia atrás y vi que las
dos puertas llevaban al mismo lugar: a la entrada del laberinto. Era un laberinto vertical. Entré y
el laberinto comenzó a girar, las portadas de los libros eran preciosas, su
conocimiento sabroso me volvía loco y cada vez quería ver más libros, iba mas rápido
y a cada giro los libros eran más apetitosos y más los quería. Me vi como un hámster
girando en su rueda, pero al conseguir observarme, el laberinto paró.
Había un
Anciano mirándome, subido a un carro tirado por un perro. Toma este libro y léelo,
me dijo, y me acerqué al anciano, que estaba muy serio. Cogí el libro y lo
abrí. Salió un puño y me golpeo un ojo, el perro y el anciano estaban retorciéndose
por el suelo. En el puño ponía: Dios es humor.
Un montón de
relojes de cuco comienzan a sonar. Salí corriendo de allí, el monasterio cayó
al suelo. Todo resultó ser una construcción, un falso decorado. El cielo estaba
gris gaseoso esta vez.
Era el planeta
Nirbrim que iba a chocar contra la tierra. Sentí que mi vida había sido un acto
de cinismo y hostilidad declarada.
El planeta se
veía cada vez más grande. ¿Es el universo todo culos? ¿Dios es un culo? ¿Si
dios es un culo, el culo es humor? Comencé a reír como un loco y me desvanecí. Era
extraño, parecía un culo que miraba desde las nubes. Me quedé mirando y aquello
explotó, un pedo de dimensiones astronómicas.
No pude parar de reír.
Desperté en un
hospital, mis constantes vitales parecían estar bien, todos los test médicos
indicaban que tenía una salud de hierro. Una Doctora de rasgos androides me
dijo que, para haber estado riéndome durante 72 horas ininterrumpidas, mi salud
era extraordinaria y que había sobrevivido a una explosión en una estación
orbital en la que unos anestesistas celebraban como todo los años El día del anestesista, con tan mala
suerte, que un problema en una válvula provocó un escape sin igual que generó
unas gigantescas burbujas que explotaron al entrar en contacto con el aparato eléctrico
protector de nuestros satélites. Añadió que todo lo que había contado había
sido un sueño y que lo único real ahora eran aquellas agujetas en el diafragma
que durarían aún unas semanas. Soltó un destello con un aroma a amapolas y se
fue. Unas cuantas sesiones de shiatsu y como nuevo, pensé. Fui a recoger mis
cosas. Me dieron una bolsa con mi cartera, llaves, documentos y pendrives,
también un libro que debía de llevar conmigo en el momento de la explosión.
Ya en la calle,
un taxi se acercó hasta la entrada del hospital, se me hizo familiar y me
dirigí a al conductor, un anciano misterioso, y en el asiento de al lado, un
curioso perro. Al llegar a mi destino y pagar la carrera, me dio su tarjeta. En
el centro, un dibujo de un anciano en un carro tirado por un perro. Taxis
Divine Line, un servicio que no es de este mundo. Al entrar en casa,
encendí el contestador automático y cantó
las noticias más recientes. La más destacada: Explosión de gas en fiesta
patronal de anestesistas, bla bla bla. Me senté y abrí aquel libro pero me pegó
un puñetazo. Fui al wáter y me miré en el espejo, era increíble, claramente se veía
tatuado en mi pómulo derecho: “Dios es humor”.
RELATO DE MARÍA
El secreto del ermitaño
La noche estaba cayendo y Luis se dio prisa en terminar. No
tenía mucha práctica con el tractor,
siempre se había encargado su padre, por eso se le había echado la noche encima
y sin darse cuenta el cielo había pasado de morado a negro demasiado deprisa.
Dejar los aperos en su lugar en medio de aquella penumbra le retrasó aún más. Se
cargó a la espalda dos sacos de patatas e inició a pie el camino de vuelta. Apenas
se veían las piedras blancas que a mediodía deslumbraban con luz propia. Si al menos tuviera el burro, se lamentó
en voz alta. Zalamero se sabía el camino de memoria, no hubiera necesitado de
luz ninguna para regresar. Pero Zalamero no existía ya, al igual que no existía
el padre de Luis, pues se habían despeñado juntos tres semanas antes en un
desgraciado accidente. Tras algo más de un kilómetro cuesta abajo, tuvo que
detenerse a descansar.
Llevaba puesta la chaqueta de su padre, la que siempre
recordaba haberle visto los días que iba a sembrar los terrenos que lindaban
con los del ermitaño, los más altos en kilómetros a la redonda, donde casi
nadie consideraba rentable cultivar. En el bolsillo encontró dos caramelos sin papel que
debían llevar allí largo tiempo. Se llevó uno a la boca por inercia, sin pensar
en la higiene, sin la menor aprensión. Viéndole tan despreocupado, nadie diría
que tres meses antes vivía en Tokio, sumergido en una asepsia brutal,
angustiado por la creciente subida de la radiación y concentrado en los muslos
de las innumerables colegialas que atravesaban a diario los concurridos pasos
cebra. En Tokio no tenía un gran empleo, era un simple vendedor de enciclopedias, un trabajo que
le permitía pasar mucho tiempo en la calle, donde pese a todo se sentía mejor
que en una oficina. Mientras saltaba de vagones a estaciones, de avenidas a
plazas, de taxis a lujosos portales, se imaginaba como un figurante de
videojuego, un personaje digital que estaba ahí solo para que el protagonista
le matara tarde o temprano. Recordaba su pueblo natal como el lugar remoto
donde había vivido su infancia, de la que prefería no acordarse. Estaría en
Tokio unos pocos meses más y se iría a otra parte, solía pensar, aunque nunca
reunía el valor para hacerlo, pero las cosas habían cambiado desde el
accidente, había regresado a enterrar a su padre y, no sabía por qué, se había
quedado más tiempo del previsto. Su empresa en Tokio ya le había despedido,
pero eso apenas le importó.
El camino de vuelta se estaba volviendo un laberinto. De pronto creyó
haber dado tres vueltas al mismo cerro. La noche era completamente cerrada y
las pocas luces que se veían desaparecieron de pronto, sin avisar. Ahora la
oscuridad era tan densa que no podía distinguir el camino. Se dio un fuerte
golpe en la mano derecha con una roca y, aunque se rompió el dedo índice, agradeció no haberse
partido la crisma. Tuvo que abandonar allí mismo los sacos de patatas que le iban
a servir de sustento aquella semana. El dedo le dolía ahora de veras y la
expectativa de pasar una semana de racionamiento le hizo gritar.
Mecaguenlahostiaputamadrededios.
Una potente luz surgió de pronto de la nada y le cegó. Un
hombre vestido con tela de saco parecía haber abierto alguna puerta aunque Luis
se daba cuenta de que ello era imposible: no hay puertas en el campo. Era un viejo
estrafalario, sucio y de aspecto huidizo. De una de sus orejas colgaba, a modo
de pendiente, una araña
que parecía su mascota, con su correspondiente telaraña tejida a la misma
entrada de la oreja, indicando que debía hacer meses que no solo no se la
lavaba sino que ni siquiera se la tocaba. Luis pensó enseguida que su rostro no
le resultaba del todo desconocido, tal vez se tratara del ermitaño cuyas tierras
lindaban con las suyas, un personaje que solo había visto un par de veces en su
niñez.
El ermitaño
dio un paso y Luis instintivamente se echó hacia atrás. Le preguntó por el
camino de vuelta, pero el anciano ni le escuchó, continuó en silencio,
mirándole como asombrado por su presencia, tan intensamente que parecía que
quisiera encontrar en su rostro la solución de algún viejo enigma o el corazón
de algún oscuro secreto.
–Tú… –acertó a decir el viejo tras
un denso silencio. Pronunció esta palabra lenta y pesadamente, como si le
costara un gran esfuerzo.
Inesperadamente, se arrodilló ante Luis mesándose los
cabellos. Su llanto desesperado se desparramaba por los valles lejanos
rompiendo el silencio de la noche cerrada. A cada gesto de dolor, el ermitaño
parecía dispuesto a arrancarse la piel, como si no se soportara a sí mismo.
–Perdóname,
perdóname.
El joven se quedó atónito; si por sí solo el comportamiento
del viejo resultaba excéntrico, mucho más para alguien que se había pasado años
intentando adaptarse al reservado temperamento japonés. Ese hombre estaba
pirado sin duda. Decidió robarle la linterna y salir corriendo. El viejo sabría
volver a ciegas, como Zalamero.
Cuando alargó el brazo para apoderarse de la luz, el viejo
le sujetó con ambas manos, dejando caer la linterna, con tan mala suerte que se
hizo añicos.
–No
debí lanzar aquellas piedras, lo sé –siguió diciendo el ermitaño, aún
arrodillado y fuertemente asido a los brazos del joven, haciendo caso omiso del
intento de robo y la pérdida irreparable de la única fuente de luz disponible-.
No debí arrebatarte la vida como arrebata el viento los pétalos de una amapola,
ni a ti ni a tu noble y viejo animal. Perdóname, Luisón, pero te odiaba, te odio aún aunque estés
muerto, porque te regresas a mí para torturarme con tu aspecto más joven,
emergiendo del manto oscuro de la noche. Tú sabes por qué te maté, tú sabes por
qué te odiaba, por haber nacido más libre, más prudente, más jovial, más entero,
por haber tenido un hijo, una mujer hermosa, y por haberme birlado al burro en
la feria delante de mis narices, cuando yo pujaba por él a nuestros veinte
años, y Zalamero prefirió irse contigo. Perdóname, Luisón, y parte en paz al
mundo de los muertos. No dudes de que te seguiré pronto.
El hijo de Luis tardó varios minutos en comprender que se
encontraba ante el asesino de su padre. Y sin embargo, en lugar de sentir odio
hacia aquel hombre, se sintió repentinamente a gusto en la piel fantasmal de su
progenitor y por ello contestó:
-Viejo amigo, no he muerto. Solo he rejuvenecido. Invítame a
cenar y olvidaré el incidente –el
estómago le rugía de tal modo que se oía perfectamente a pesar de la ruidosa
llantina del anciano.
Por fin, el ermitaño dejó de llorar, levantó la cabeza y,
sin apartar la mirada de Luis, se irguió
completamente.
-Sea –dijo con voz cansada iniciando el camino hacia su
choza. Luis le siguió de cerca, temeroso de que la oscuridad le jugara una mala
pasada.
Cuando se despertó, el viejo ya no estaba en la cabaña. Luis
salió al exterior arrugando los ojos; el sol del mediodía le cegó unos
instantes. No había nadie en la explanada de la cima donde vivía el ermitaño.
Nunca antes había estado ahí, aunque innumerables veces en su infancia había llegado
hasta bien cerca, unos doscientos metros más abajo, donde su padre antes y
ahora él tenían el patatar. Se acarició el dedo entablillado e inició el camino
de regreso.
Tras toda la noche con el asesino confeso de su padre se
sentía extrañamente feliz y reconfortado. No recordaba haberse notado nunca tan
libre. En la cabaña del ermitaño, había hablado como su padre durante horas,
intentando hacerlo como él, sentir como él, gesticular como él, reflexionar
como él. Había descubierto tanto de su padre en sí mismo como de su ausencia. Lo
que le distinguía de él se percibía en la mirada asombrada del anciano, que
notaba las diferencias sin saber que las había. Pero si sospechó algo, el viejo
no dijo nada.
Luis se había descubierto a sí mismo, se había encontrado.
No volvería jamás a Tokio ni a ningún lugar semejante, pero tampoco, tampoco,
acabaría sus días a merced de la climatología, luchando por arrancarle a la
tierra cuatro alimentos, para acabar cegado de resentimiento por cualquier insignificancia.
El ermitaño había matado a su padre por una estupidez. En todas partes, en todas,
habitaba la sinrazón. Y en
consecuencia, probablemente también en su propia naturaleza.
Al día siguiente, partió sin destino fijo con una pequeña
mochila a la espalda. Echó una última mirada a la cima de la montaña donde
había pasado la noche anterior, saludó con la mano, aunque obviamente aquel
gesto sería indistinguible desde tan lejos, y se alejó para siempre con la sensación
placentera de estrenar vida como se estrenan zapatos.