jueves, 7 de julio de 2011

Un poco de todo, para variar

PREMISAS
Un parto
Tres cerillas
Un objeto esférico
Siete insultos y siete elogios
Agua, fuego, tierra, aire y metal
Una persecución o una huída
Un cobrador de la SGAE
Un bocata de mortadela
Una venganza
Una canción conocida
Un tuerto
Dos comparaciones ocurrentes
Una mortaja
Un/a homosexual
Un corazón roto

RELATO DE MARÍA
El tuerto se cambió el parche de sitio y me miró con el ojo malo. Yo estaba en la bañera, desnuda como es lógico, por eso el tuerto se cubría su ojo sano, para respetar mi intimidad. Y sin embargo, a juzgar por la baba que le cayó al instante, hubiera jurado que olía mi sexo y mis pechos, tal como se dice que les ocurre a todos aquellos a quienes les falta un sentido, y desarrollan mucho los demás.
El tuerto era cobrador de la SGAE, una profesión que le encantaba. Y era muy estricto, y muy odiado por ello. Sabía que había abierto el baño por ese motivo, porque me habría oído tararear Litros de alcohol corren por mis venas, mujer… Venía a recriminármelo, pues, aunque yo pudiera cantar a pleno pulmón, él se vería obligado a cobrar los derechos al vecindario. Mucho más por tratarse de una canción de Ramoncín, un cantante muy menor a quien el Tuerto idolatraba, como venera un lactante la leche materna sin la cual no podría sobrevivir. La leche que yo nunca tuve.
−No cantes tan alto –dijo escuetamente y yo fingí arrepentimiento, y seguí con la canción susurrándola−. ¿No podías canturrear otra cosa? −continuó−. Ese tema no es apropiado para una chica.
−Pero yo soy lesbiana, Tuerto.
−Pero eres abstemia. No deberías cantar eso.
Mientras miraba al tuerto me preguntaba si se dejaría follar. No era que me gustasen también los hombres, pero de follarme a uno, ese sería el Tuerto. Necesitaba vengarme de mi última amante, una choni tan infiel que yo podía adivinar la marca del dentífrico de la anterior zorra que le había lamido el coño, y hasta lo que habían estado bebiendo.
−Tuerto, ¿te he dicho alguna vez que me encanta tu culo? ¿Te apetece que te meta unas cuantas canicas mientras te la mamo?
El tuerto sonrió con la mitad de la boca. Me recordó a mi padre cuando murió, porque se le quedó la boca con un rictus de sonrisa sardónica, como si con su último pensamiento el muy cabrón se hubiese regodeado en la pobreza en que me dejaba a mis dieciocho años, ni para un miserable bocata de mortadela. Como revancha, le puse de mortaja el traje de tuno que conservaba de su juventud, que le quedaba estrecho y le daba un aire de embutido de Teruel. Nunca pude comprender qué habría visto en él mi madre, y tampoco había podido preguntárselo a ella porque había muerto por mi parto. El tuerto me había recogido de la calle, me había rescatado de los cartones y los contenedores de basura, había demostrado conmigo una bondad que nadie le sospechaba, y eso se merecía un polvo y mil.
−¿Lo dices en serio, Candela?
Por toda respuesta salí del agua y le cambié el parche de ojo. Me miró largamente, como si no hubiera visto jamás una mujer desnuda.
−No te imaginaba tan buena. Mejoras mucho en pelotas –y sin pensarlo dos veces se quitó los pantalones y los calzoncillos con premura, como si temiera que me fuera a arrepentir, y las tres cerillas que siempre llevaba en el bolsillo a modo de amuleto se le cayeron al suelo. Las recogió rápidamente y al hacerlo me mostró el culo, peludo y blancuzco, mucho más feo de lo que había supuesto, y bastante falto de higiene. Entonces supe que no sería capaz de meterle las canicas, y mucho menos mamársela. Podría chupar hasta tierra de aquella polla tiesa y regordeta.
−Déjalo, Tuerto. No voy a poder hacerlo.
Se volvió hacia mí y me miró furibundo, destilando odio por el ojo bueno, apretando la boca de tal modo que los labios perdieron su tono rosado. Me di cuenta entonces de que mi compañero de piso podía llegar a ser un salvaje y salí huyendo del cuarto de baño.
−Ven acá puta, cochina calientabraguetas –gritó mientras me perseguía hasta la cocina. Allí le esperaba yo con un cuchillo.
Recordé entonces el modo en que, según se decía, el tuerto había perdido el ojo. Fue una mujer la que se lo hizo, clavándole precisamente un cuchillo que le había destrozado el globo ocular; una prostituta que le había roto el corazón y a la que casi había matado de una paliza. Empuñé el cuchillo con decisión.
−Déjame en paz, asesino en potencia –exclamé sin convicción.
−No vas a jugar conmigo, furcia. Nunca más jugará conmigo una ramera.
−No lo estropees, Tuerto. Yo soy la única que te quiere, la única que conoce el gran corazón que tienes.
Suspiró tan profundamente que la lista de la compra que se encontraba en la mesa voló por los aires. Aún seguía sin pantalones ni calzoncillos, pero ahora su polla se había replegado cobardemente, parapetándose tras sus huevos gordos y lamentables de hombre viejo. Sentí tanto cariño por él que abandoné el cuchillo en la pila.
Eres un hombre bueno –le dije mientras se me acercaba, me sentaba en la mesa y me abría las piernas−. Eres un tipo estupendo –continué mientras me la metía, con más rabia que ganas−. Eres el mejor cobrador que tiene la SGAE –concluí mientras dejaba que las lágrimas cayeran sobre su camiseta desgastada.
Cuando terminó, encendió el fuego y preparó un té caliente para los dos. Ni siquiera me miró al ofrecérmelo ni me rozó con los dedos. Supe que nunca podríamos volver a ser amigos, que mi cariño había volado lejos y que debía marcharme. Añoré a mi zorrita infiel, la supuse retozando con cualquiera y no me importó. El tuerto no llegó a probar el té. Se marchó de la cocina, se puso su uniforme y salió a la calle con su maletín.

RELATO DE SERGIO
Vestido de domingo
Al doblar la esquina el coche derrapó y a punto estuvo de llevarse por delante un puesto metálico de helados, mientras yo estallaba en carcajadas.
−¿Dónde aprendiste a conducir así? ¿En los pasillos de algún hospital?
−Hago lo que puedo, pero esos cabrones conducen bien ¿sabes?
−Mantén recta la dirección pisándole hasta el fondo; van a ver esos hijos de puta cómo llueve en Murcia.
Saqué medio cuerpo por la ventana y en una postura imposible mi fusil habló repetidas veces –tacatacatacatactacata- hasta quedarse sin aliento.  
-Estáis acojonados eh, putos mercenarios.
Las ráfagas de plomo me habían blindado de euforia y, cuando me hube quedado sin balas, todo lo que se me ocurrió fue airear por la ventana con ambas manos mi lánguido cipote, como quien asiste a un pez moribundo, y regar el impoluto jeep que nos pisaba los talones. En mis interminables tardes postrado en la cama había leído historias como las de aquel preso común al que la guardia civil había dejado tuerto a base de rodillazos, o como aquel chapero al que habían violado con un pistola; al contrario de lo que mandan los cánones, había decidido servirme la venganza bien caliente . Y la sangre de mis antecesores se había manifestado en mi calzón al terminar mi revancha, en lo que yo interpreté como una muestra de su agradecimiento.
-Ramírez, dígame que lo que ese desgraciado está echándonos no son orines.
-Pues se lo diría encantado, comandante, pero mucho me temo que el descerebrao está liberando la vejiga.
-En treinta años de servicio, …..vaya, en la puta vida me había meado un abuelo, Ramírez, en la puta vida.
Enfilamos una recta infinita y dibujé una sonrisa . De pronto sentí ganas de cantar.
Y es que yo … amo la vida y amo el amor, soy un tru´han soy un señor algo bohemio y soñadoOOOORRR
Miré a mi improvisado copiloto y pude adivinar una leve sonrisa en su cara, y una inteligencia soterrada y bribona encendida con mi cantar como la de un cobrador de la SGAE , que daba a entender que conocía la época y el contexto.
−Nunca pensé que atracar un banco fuese tan rejuvenecedor –añadió.
−Hay muchas cosas que tengo la sensación de que desconoces −y alcé la vista para comprobar cómo el jeep de la guardia civil se hacía pequeño en la distancia−. Verás, Ramón, estos dos años en el asilo me planteaba la muerte cada día. 
−¿Acaso crees que yo no?  Después de morir Magda, me he estado pudriendo entre esas cuatro paredes, sin más esperanza que la visita semanal de la asistencia social. Ella ha sido la única mujer que me ha mirado a los ojos sin lástima en estos últimos años. Tenemos poco tiempo, Rafael, lo sé, y no me inquieta.
−Eso es a lo que me refiero; yo ya estoy condenado. Ramón, tengo cáncer de próstata.
Vi su pie pisar con fuerza el acelerador y, cuando la aguja del cuentakilómetros se situó bajo los doscientos kilómetros hora, comenzó a entonar un tema de Luis Aguilé a pleno pulmón, jamás le había oído cantar.
Cinco horas más tarde, nuestro flamante Mercedes robado descansaba bajo una lona en un cobertizo del extrarradio de Cartagena. Unos amigos de Ramón nos habían hospedado en la humilde caseta de su huerta. Oímos por la radio que la guardia civil había establecido un dispositivo de búsqueda desde Alicante hasta Almería, para localizar a dos ancianos que habían perpetrado un robo en una sucursal del banco Santander a plena luz del día. Después una edición especial de la tertulia de la tarde se había dedicado a analizar la precaria situación de los asilos de la comunidad murciana a la misma hora en la que nosotros, cualquier otro día, estaríamos encamados esperando la medicación que nos permitiese dormir de forma aséptica, sin pesadillas, sin sueños.
Estaba atardeciendo y sobre los cerros del campo se asomaban las primeras estrellas. Ramón y yo, bocata en mano, repasábamos nuestras vidas atragantados de risa y mortadela. Ramón rescató de su pantalón una caja con tres cerillas y empuñamos dos cigarros dulces y pueriles con miedo, como dos samuráis hiperglucémicos, y lentamente fuimos perdiendo la batalla contra el sueño.
A la mañana siguiente, al abrir los ojos encontré su cuerpo frío recostado sobre la silla, una manta le había servido de mortaja; sus ojos atestiguaban que aquello más que una muerte había sido un parto y sus pupilas redondas, esféricas y luminosas, me devolvieron la imagen de un viejo moribundo y feliz, vestido de domingo

RELATO DE LASSIE
María Luisa empezó con sus dolores de parto; la llevaron a la cama y rompió aguas: el parto se inició correctamente. Mi móvil sonó. Era el sms de salida. Raudo como el rayo, bajé las escaleras. Cuando llegué abajo, vi que no estaban. Casi tropecé con un extraño balón de estroncio con una inscripción: C.B.R, y el dibujo de un caracol con cabeza de caballo. Un joven a la salida me ofreció jugar al juego de las tres cerillas; lo evité y me monté en la moto de un salto. Ignacio me vio y arrancó el coche, qué tío más rastrero cabrón, idiota, capullo, desgraciado, cerdo, malnacido. Como  de costumbre arrancó y salió por piernas, en este caso por ruedas, pero yo recuperaría lo que era mío.  Sinuosamente adelanté a los demás coches; estaba ardiendo, no veía nada, creía que el volante de mi lamborgini se iba a fundir. Pero no fue así, saqué temple de no sé donde, tomé aire, lancé una mirada incisiva en dirección a la carretera y ahí iba el cabrón con su lamborgini metalizado brillante. No sabía si conseguiría alcanzarlo, pero lo intentaría. Pasé varios cruces y vi como, entre varios vecinos de la calle Prim, untaban con brea y plumas a un cobrador de la SGAE.  Iba por el puente y vi que Ignacio, el muy capullo, iba en el transbordador; sería imposible de alcanzar aunque iba a pasar por el puente colgante y quizás podría saltar y pasar al otro lado del puente y así llegar al puerto antes que él. Qué se creía ese capullo, que yo no sabía dónde tenía su escondite o qué.
Me acercaba al puente colgante, salté por la rampa y caí en un camión lleno de gallinas. Aquellas gallinas parecían transgénicas, pues varias de ellas empezaron a devorar el bocata de mortadela, y otras empezaron a picarme las piernas. Estaba hecho polvo. El camión no paró. Yo no sabía si estaba vivo o muerto. María Luisa dando a luz y yo allí, medio muerto, picado por un montón de gallinas transgénicas. Ay, Marialuisa tan bella, tan alegre, tan simpática, tan tan tierna, lista, tan creativa y contemplativa.  Aquello era una extraña venganza del destino: no poder asistir al parto de mi primera hija. Las gallinas de repente pararon de cacarear. No sabía dónde me encontraba. La moto estaba encajada en la parte superior del camión y yo no estaba tan mal, solo lleno de plumas, hasta pude ponerme de pie. Se escuchó un extraño sonido hipnótico y las gallinas se dirigieron hacia una de las esquinas; empezaron a entrar por una trampilla. Una de ellas me miró, como diciendo: ¿qué? ¿te vienes con nosotras? Qué huevos tenía aquella gallina...
Se escucharon unos gritos abajo, los camioneros discutían acaloradamente.  Sacaron varias ruletas y empezaron a gritar y a apostar acalorados. Me tentó el unirme a ellos. Pero aproveché el barullo para escapar. Se escuchó una conocida canción que hablaba sobre una bailarina, un tuerto y una venganza pasional.  Me sentí mal, daba más vueltas que un volante en la feria de abril aunque quizás lo más adecuado sería decir que tenía un día más movido que Macguiver.  Salí de allí y fui a la parada de autobús; pasó un carro tirado por dos mulas en el que llevaban a un homosexual amortajado; detrás del carro un ejército de travestis lloraba su muerte. Detrás del cortejo, varias patrullas de la guardia civil llevaban unas coronas de flores. En una de las coronas venía una inscripción. Todos somos un corazón roto.
En eso que pasó el cabrón de Ignacio en coche y aparcó donde los camiones y las gallinas. Me acerqué. La juerga montada era enorme, se escuchaba desde una gran distancia.
−No merece la pena que mires ahí. Ven conmigo −el anciano que me habló iba bien vestido, con un crespón negro en el brazo; lo miré y pensé que sería familiar o amigo del protagonista del entierro−. Si, soy el padre del Niño de las siete lágrimas.  ¿Has visto el cortejo fúnebre?
−Le acompaño en el sentimiento −le dije.
−Gracias, pero lo que tiene que hacer es acompañarme a casa, que está a cinco minutos.
Recorrimos el espacio y el tiempo en silencio, entramos en su casa y bajamos a la bodega.
−Mi hijo me dijo que te diera este vaso de oro. Pertenecía a tu familia. Cógelo y vete antes de que Ignacio se entere, que él tiene el falso. Se lo robó a mi hijo, por eso murió; este es el verdadero, tiene que volver a tu familia. Fuera de ella solo trae el bien acompañado de una gran desgracia. Ignacio tiene el falso solo le traerá desgracia. A Ignacio le espera buena. Ahora vete, coge esta vieja Vespa y vete. Estás protegido.
Pasé por la fábrica, que estaba en silencio. Tardé dos horas y media y llegué a casa.
Y allí estaba la familia reunida junto a mi mujer y mi hija. Sonreían cansadas las dos. La comadrona se me acercó y me dijo:
−Ha sido un milagro, ha sido un parto muy difícil. Creía que las dos iban a morir pero extrañamente, hace hora y media, las dos se han recuperado milagrosamente.
Guardé el amuleto a buen recaudo y fui a dar un beso a mi mujer y a mi hija.
A la mañana siguiente, en la portada de los diarios, apareció la noticia: Varios camioneros y gente de la ciudad mueren en extrañas circunstancias en una timba. No había ninguna pista ni señal, solo unos cadáveres y un montón de gallinas