viernes, 20 de enero de 2012

PREMISAS

Floristería
La señora de los lavabos.
Destornillador, tenazas, alicates, taladro, martillo… cualquier herramienta.
Sentimiento: nada sigue igual, nada es estable, no puedo controlar mi vida.
Un naufragio.
Una pedida de mano.
Personaje: un cobarde.
Unas gafas de sol rotas
Carnaval
Cuatro por cuatro, dieciséis.
Juegos malabares
Un ex atleta.


RELATO DE LASSIE
La floristería estaba cerrada, normal eran las tres de la mañana, ¿quién iba a estar trabajando a esas horas? y más en ese día.
Llevaba una hora corriendo sin parar, no estaba nada mal para un ex atleta, ex astronauta, ex persona, ex todo. Abandoné el programa de entrenamiento, la subestación Ursus T9............. Por cobardía, porrrrrrrrrrrrrrr inutilidad, qué sé yo. Ya lo decían: Eres el mejor corriendo! Corriendo! Era bueno escapando, el correr era una cualidad subyacente del escapar. Escapaba de lo bueno, de lo malo de mí, de los demás.
Pero no podía escapar de aquella entidad viscosa reptante sigilosa que predecía todos mis movimientos, se me adelantaba, que me zancadilleaba, pero que no podía verla, ni oírla, solo sentir su aliento en el que veía reflejado todo de mí y de Marlock, el que estaba a cientos de miles de kilómetros, me hablaba de él, de lo que hacía, de lo que pensaba, de lo que sentía conectado a esa máquina, solo conectado por el corazón y cerebro por aquel fatal accidente que yo pude haber evitado si no hubiera escapado.
Llegué a la unidad de desplazamiento Brarkrum 7/9 justo cuando la luna de de Mirknia y los dos soles de Faustum se cruzaban en el cielo púrpura.
La unidad de desplazamiento estaba deteriorada solo podía serme útil como unidad de desplazamiento terrestre. Tenía destornillador, tenazas, alicates, taladro, martillo, cualquier herramienta menos el destornillador helicoidal que abría la tapa del aeropropulsor.
Había recorrido la isla buscando un taller, pero nada, solo había una floristería, un colegio, una barriada demolida y la dichosa unidad de vigilancia.    
En el cielo los rastros de la nave 6324/dpn unidad de persecución. Cada vez estaba más cerca.................
Me senté a observar el reflejo cobrizo de las dos lunas en el verdoso mar sobre la hierba azul y posé mi mano sobre unas gafas de sol rotas. Una pieza de arqueología del siglo veinte, de regreso podría venderlas a algún arqueólogo, sin duda un vestigio de la trashumancia interplanetaria del siglo 23.
Solo me quedaba esperar a mi captura, el resto es historia que será borrada, para ser y formateado como un robot sin serlo, esa es la pena capital: el borrado de recuerdos de sensaciones, y de ahí en adelante, menos que una planta, seré un actor de anuncios de dentífrico y dormiré en una caja de cartón y mis excrementos se guardarán como fertilizante y mi esperma como lubricante para bombillas.
La pedida de mano es la única cosa que recuerdo con placer, cuando pedí la mano de mi mujer a sus padres y todos los robots de la casa salieron al jardín y prendieron los fuegos artificiales. Será borrado.  Eso y cuando en aquella tarde de cyborgbeisbol aquella señora de los lavabos me cogió del bate.
Pero ese es nuestro destino, nada permanece, todo cambia, no transitaras dos veces por la misma vía láctea.
Todo es un carnaval de mascaras mutantes, cuatro por cuatro dieciséis, esto nunca fue así. El observador altera lo observado y lo observado altera al observador. Son las transformaciones de los diferentes universos, un juego malabar de un caniche sobre la pulga de un mono.
−Siempre divagando, Makeijan, acompáñanos, tu escapada ha llegado a su fin.
El piloto Next y su robot Antonio estaban ya aquí. Ciertamente era rápida la nave 6324/dpn.
Los dos soles brillaban las lunas les hacían la competencia a su manera. Me metieron en la nave; allí estaba Marlok. Me pidió mi cuerpo yo se lo entregué gustoso. Pasaría a vivir a través de una máquina y el viviría en un cuerpo, el mío. Pero por lo menos había dejado de escapar y no haría esos malditos anuncios de pasta de dientes.

RELATO DE MARÍA
Lo primero que hizo Jacinta en cuanto consiguió que le abriera la puerta de mi casa fue romperme las gafas de sol. Lo tomé enseguida como signo de mal agüero, a pesar de que creo que no lo hizo a posta. Aplastó mis gafas con una de sus al menos dieciséis maletas, cuatro por cuatro, las cuales subí pacientemente, sin ayuda de nadie, para hacer el gilipollas me sobro y me basto, hasta el quinto piso, mi domicilio de soltero desde hacía más de diez años.

Jacinta me esperaba arriba, mirándome por encima de sus gafitas, mientras me daba indicaciones sobre cómo transportar de forma correcta su extenso equipaje, por aquí, esto allá, no, así no, espera que me la vas a romper; cuando me harté y le dije: toma tu maleta, es tuya, haz con ella lo que te salga del coño, ella la lanzó al sofá, indignadísima, diciéndome, no, diciéndome no, gritándome, que así no empezábamos bien.

Mis gafas de sol, en el sofá, quedaron hechas añicos, pero en cuanto abrí la boca para comentárselo, me echó en cara mi desconsiderada anticaballerosidad, lo que carajos sea eso, para terminar con que mucho peor que mis gafas había terminado su preciosa maletita, una de las dieciséis, a la que había descubierto una mancha ridícula por su extensión, y que un ser humano normal ni siquiera notaría, y que muy probablemente habría manchado yo, según todos los indicios que enumeró con una prolijidad que para sí quisiera Sherlock Holmes.

Me arrepentí de Jacinta antes de que ella diera un paso por encima del dintel, pero lo dio con tal energía, con tanta rotundidad, que, cuando entré yo a mi propia casa, detrás de ella, no pude evitar restregar mis suelas contra la alfombrilla, mi propia alfombrilla, una costumbre que yo nunca había tenido, por si ella se quejaba del polvo de la calle que traía con mis suelas.

Su manera de ver mis cosas fue al principio condescendiente, como se acepta en carnaval cualquier disfraz, pero muy pronto me atenazó a su propio mundo, me atornilló a unas costumbres ajenas, me martilleó unas ideas que nunca antes había pensado, y me taladró con sus obsesiones cotidianas. Pronto Jacinta se hizo insustituible, y yo, cuanto más dependiente de ella, más la odiaba, aunque el odio estaba muy amortiguado por esta manera de ser mía tan indolente desde que abandoné el deporte profesional.

Al principio, aprecié nuestra vida en común como unos juegos malabares. Era difícil, pero si lo hacía bien, si no perdía la concentración, el ritmo, si me dejaba llevar, acababa pensando que con la práctica lograría que no se fuera al diablo la paz, porque ya no era a ella a quien quería, sino la paz con ella, algo muy distinto. Pero muy pronto entendí que su paz era la guerra, que sólo así ella se sentía viva, y que yo no tenía ni siquiera el aliciente de amarla, porque muy pronto dejé de hacerlo, si es que alguna vez la quise.

La conocí en una floristería. No es que tuviera que comprar flores, me metí allí porque llovía. Ella me tomó por un despistado romántico necesitado de orientación. Ni siquiera trabajaba allí, era clienta, todos los viernes se compraba tres rosas oscuras, las más oscuras, decía con esos ojos con los que intentaba traspasarme. Me hizo gracia su obsesión, su tontería, la tomé por algo serio, mucho más serio que mi chorra existencia, simple como un botijo. Admiré en aquel momento, quizá influido por los aromas florales, aquella complejidad, aquel tomarse tan en serio. También debo decir que era guapa, más o menos, para mí bastante.

Yo era ex atleta. Un atleta está bien, pero un ex atleta es un ser desubicado, que ya no sabe qué ser, que nunca pensó en ser otra cosa. Cuando cumplí una edad y dejé el potro y las anillas, me lo tomé a lo imbécil, como si me hiciera gracia pasar de ser un crack a un completo inútil, y no me deprimí como muchos de mis antiguos compañeros, que se abandonaron en un doloroso naufragio personal. Yo, por el contrario, me di a la bebida, pero de buen rollo, sólo porque ya podía, no como cuando practicaba el atletismo, que no podía beber, ni follar, ni ponerme hasta el culo de calamares.

Solo recuerdo un día de esa época en que me derrumbé. Fue en un servicio público, al descubrirme un michelín. Un michelín, lo juro, un estúpido michelín me recordó de pronto que uno que antes era atleta ahora era un borracho. Menos mal que había señora de los lavabos. La vi, abrí mi cartera, cogí una moneda de dos euros, si hubiera habido más grande hubiera sido más grande, pero un billete me parecía demasiado, la moneda de dos euros entre mis dedos al final de un brazo extendido, mis ojos bañados en lágrimas, la señora al fondo del pasillo con los ojos tan brillantes al menos como la moneda a la que no quitaba ella ojo, y un mangui rápido y hábil, un auténtico profesional, birlándome la moneda, en mi cara, mi brazo extendido sin saber qué hacer, me rasqué con él la calva, la señora de los lavabos me retiró la mirada, la sonrisa, y yo entonces rompí a llorar.

Por lo demás, nadie más anodino que yo, más plano, más contento de ser tan parecido a una ameba. Jacinta, pues, me pareció lógicamente un ser excepcional. Y me tragué el anzuelo del todo con un pico, ¿se dice así?, una especie de beso mal dado, como si fuera robado, un beso atropellado, como si estuviera prohibido besar y Jacinta se pasara la prohibición por el forro de sus ovarios. Y es que me pongo a pensar y a intentar revivir aquel escuálido beso y no siento nada especial. Pero fue ese beso el que me atontó más que el alcohol, y, dentro de mi evitar irme a la mierda a base de ser la mierda misma, me hizo atolondrarme contra la que iba a ser mi peor enemiga en cuanto cruzara el dintel de mi tonta puerta. Fue así, un beso y para adentro. Ni una cita, ni un conocerse, ni un declararse, ni mucho menos una pedida de mano. Un puto beso y para adelante.

En cuanto entró meó de forma invisible en todas las esquinas de los tabiques. Antes incluso de romper mis gafas de sol yo ya me sentía intruso en mi propia casa. Veía su trasero delante de mí, de habitación en habitación, y me daba la impresión de que me estaba enseñando el hábitat y dándome indicaciones para la convivencia. Aquí no quiero esto, oh por dios, qué horror, quién te regaló esta ordinariez, ¿no pensarás que me voy a bañar en esta silicona negra? A mí la silicona negra no me molestaba. Según ella, podía haber muerto de un ataque de bacterias. No tuve respuesta, hacía ya mucho tiempo que no usaba mi cerebro y ya no me respondía. Entonces pensé que hubiera sido mejor hundirme en una depresión brutal, como tres o cuatro que conocía del gimnasio, incluso suicidarme, pero con sentido, en lugar de acabar así, con la mente tan esclerótica que no encontraba el modo de echar a patadas a una chica mona, sí, pero absolutamente convencida de haber encontrado en mi persona el típico incauto para controlar.

Cinco años después, y no cinco minutos después, cinco larguísimos años después, un puñetero lustro, media década, probablemente la dieciséisava parte de mi vida, cinco años sobrios a la fuerza después, salí a la calle con mi propia maleta. Más feliz que la hostia. Cualquier callejón oscuro y meado sería mejor que el universo de Jacinta en que se había convertido lo que un día fue mi casa. Cinco años de tensión de los cuales pasé en silencio los últimos cuatro; yo no abría la boca para no empeorarlo y ella tampoco lo veía raro. Sin embargo, hasta un encefalograma plano como el mío quería ver su cara, la cara de Jacinta, en el momento de la despedida.

Me regodeé días antes imaginando la escena, platos rotos, lágrimas, gritos, desesperación… Pero ella simplemente dijo: cierra la puerta. Y luego, cuando yo estaba ya en el ascensor, ella salió corriendo, alegrándose de verme aún allí, y me pidió las llaves. Para no tener que cambiar la cerradura, dijo. Y se las di.

Soy un puto cobarde, qué duda cabe, pero un cobarde feliz, un cobarde sin casa, pero satisfecho. Un cobarde sin Jacinta vale más que un valiente con ella, porque hay que tener valor para vivir con ella.

 

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