sábado, 24 de noviembre de 2012

SECRETOS DE VIEJOS SOLITARIOS

PREMISAS:
Una araña
El secreto del ermitaño
Un tractor
Odio
Un dedo roto
Caramelos
Un laberinto
Un vendedor de enciclopedias



RELATO DE BRAITH SULLIVAN
La araña
  
¿Se lo debería contar a alguien?

Había estado desayunando en la pensión, poniéndose morada tanto como era posible con la supuesta comida que le entregaban cada mañana. No era escasa, sino asquerosa. Sin embargo, como cada día de esas tres últimas semanas, sería probablemente el único alimento que conseguiría durante las siguientes 24 horas. Hasta entonces, había sobrevivido con el desayuno y los caramelos gratis que estaban siempre en el mostrador de recepción, algunos de los cuales siempre llegaba a esconder en su bolsillo sin que nadie se diera cuenta

Debido a esa repentina falta de nutrición, cada día su mochila de enciclopedias pesaba más; ¿no se suponía que tendría que pasar al revés? Era imprescindible que vendiera algo ya, aunque fuera solo un libro. Ni siquiera tenía el dinero para pagar un billete de autobús para volver a la ciudad, así que no había posibilidad de conseguir un giro mandado de casa... Eso suponiendo, claro, que aún hubiera alguien dispuesto a echarle un cable... ¿Por qué carajo había venido aquí? ¿Y cómo carajo escaparse? Se sintió totalmente agobiada por la desesperación cada vez mayor de este verdadero laberinto de calles ciegas en el que había acabado. 

Estaba mirando fijamente el rodapié justo enfrente de la mesa, cuando Carlini le habló. A primera vista, ella pensó que era un tractor arrancando a lo lejos, su sonido distintivo, haciéndola alzar la vista del rodapié hacia la pequeña ventana mugrienta. Ahora miraba a lo largo de la cuesta chamuscada por el sol, hasta la granja justo a las afueras del pueblecito, lindante con el bosque espeso y oscuro, que parecía extenderse por kilómetros. Ningún tractor visible, solo una araña gorda y, lo tenía que reconocer, de aspecto jugoso. Se preguntaba ociosamente cómo sabría; quizás a gloria, comparado con lo que acababa de comer. 

-Me rompió un dedo, ese cabrón.

El gruñido bajo del tractor distante había viajado a la velocidad de sonido (presuntamente), y se había detenido en los labios del hombre ancianísimo sentado a dos mesas de ella. Su voz profunda y áspera resonó en las paredes desnudas y aún frescas a esa hora de la mañana. En tres semanas, era la primera vez que Colini se dirigía a ella. Confundiendo su mirada de asombro con una de interés, se entusiasmó con su tema.

-Un pulso– levantó muy despacio su taza de café, y sorbió ruidosamente su contenido–. Echábamos un pulso. Me apretó tan fuerte la mano que me rompió el meñique. Cómo le odié por eso –extendió sus dos manos justo enfrente de su cara y las estudió, como si estuviera comparando los dos dedos–. Pero me vengué de él, claro.

Dio una carcajada corta, que la hizo sobresaltar. Tenía muchísimas ganas de irse corriendo, ya consciente de que esa conversación pronto dejaría de ser novedad. Encima, a pesar de su soledad, ya se había acostumbrado al silencio de la pensión. Se sentía... invadida. 

Ajeno a su malestar, Colini empezó desde el principio. Durante una hora muy larga, contó su historia de venganza por el meñique roto, y por otros supuestos delitos del hombre que había sido su mejor amigo y el prometido de su hermana. Los meses de tramar, las semillas de duda y de celos cuidadosamente planteadas, la aparente disponibilidad fortuita del arma, el desenlace espeluznante. 

¿Qué demonios acababa de oír? Se dio cuenta que había dejado de respirar, y le clavaba los ojos a Colini, quien en todo este tiempo todavía no le había mirado.

-Entonces... Entonces, ¿nunca lo encontraron?

Tenía la sensación de estar entreteniéndolo hasta que alguien la salvara de esta situación cada vez más surrealista. Además, a pesar de ella misma, quería saber qué le había pasado a aquel trágico joven, vuelto tan loco por los celos y la traición, que disparó y mató a su novia, huyó al bosque, y terminó pegándose un tiro en la cabeza.

-Nunca. Se lo comieron los lobos, digo yo. Al final Colini se giró, con una inconfundible expresión de triunfo en su rostro. 

¡¿'Se lo comieron los lobos'?! Joder. ¿Podían pasar semejantes sucesos a la gente que vivía en las aldeas italianas? ¿Este hombre era un asesino? Es decir, ¿un doble asesino? ¡Su propia hermana! ¿Y esta había sido su confesión? ¿Habría contado alguna vez la historia a otra persona? Quería creer desesperadamente que les sacaba el cuento a todos los desgraciados turistas que venían al pueblo, adornándolo un poco más cada vez. Pero el escalofrío que le recorría la espalda la convenció de que no había sido un simple relato.
Colini miró de nuevo a su taza y, al verla vacía, alejó muy lentamente la silla de la mesa y se puso en pie. Laboriosamente, cojeó hasta la puerta, se apoyó en ella un instante y, de repente, la abrió muy rápido y salió. 

-¿Finito, signorina? –la dueña entró de sopetón en la sala, como si por poco hubiera perdido su entrada al escenario–. ¡Oh, que sucio lo ha dejado! Ay, el pobre tipo... Dios sabe cómo se habrá cuidado todos estos años... Vino justo antes de que usted llegara, de hecho. Durante setenta años vivió solo allá en la granja, y dicen que no soltó ni una palabra a nadie en todo ese tiempo ¡Setenta años!¡ ¿Se imagina?! Fue asesinada su hermana, ¿sabe?, por su mejor amigo, ¡¿podrá creerlo?! Y después, el malicioso cabrón se fue, y nunca le echaron el guante. El pobre Colini, el pobrecito viejo. 

Se quedó sentada mientras la mujer recogía las dos mesas y salía ajetreada de la sala, por lo visto indiferente a que su asombrosa revelación fuera recibida con un silencio absoluto. La araña gorda se escabulló hasta el suelo y desapareció por una grieta entre las losas de piedra.


RELATO DE LASSIE

El cielo estaba gris pero no estaba nublado, el que estaba nublado era el tractor.

El dichoso electrotractor......... no avanzaba, no retrocedía, tampoco se detenía; parecía una minipimer batiendo con un arado.  Bajé de aquel trasto. Fui a pedir ayuda al monasterio, pasé la tarjeta por la verja y se abrió. Una melodía angelical salió de entre las hiedras. Miré hacia atrás, desde esa respectiva el electrotractor parecía una araña. Entré en el monasterio, recordé que no llegaría a casa a tiempo para la final, para la final del planeta, así se anunciaba por la televisión. El planeta llegaba a su final ese día, el planeta Nirbrim  iba chocar contra nosotros. Siempre echando la culpa a los de fuera.

Los monjes oraban todos todos, excepto el  guardián de la biblioteca, un Vendedor de enciclopedias jubilado anticipadamente.  Estaba sentado junto a un bio-ordenador y me miró, los cables se ondularon, la pantalla giró hacia mí, parpadeó y volvió a su tarea. El bibliotecario simplemente permanecía ahí. Le conté lo del electro tractor ya le dije que se estaba volviendo al arado tradicional pero no me hizo caso y el ordenador  dijo que eso era asunto del Prior y que las próximos tres días estaría rezando por la salvación de las almas de la humanidad.  Dejando todo para última hora, pensé.

Si tanto creen en la final no se por qué me han llamado, pensé.  El Ordenador me contestó: Un final es la antesala de un nuevo principio, hay que terminar las cosas bien. Vaya a la biblioteca.

Sin decir nada el bibliotecario me entregó una tarjeta, indicándome dónde podía encontrar el manual del electrotractor.  Giré la tarjeta y decía: la verdadera comunicación está más allá de las palabras. En fin.

Entré en la biblioteca, era mucho más grande de lo que parecía.  Había estado muchas veces allí, pero nunca había pasado de la primera sala. Claro era un día especial y no habría más...

Bajé las escaleras y la tarjeta empezó a palpitar, a soltar unos extraños destellos Parecía una mascota pidiendo su comida.  

Escuché un ruido, miré al suelo: había un dedo roto. ¿Lo habría roto yo? ¿La tarjeta parpadearía por eso? Cerca estaba la estatua de un santo que le faltaba un dedo. Aquel santo parecía el patrón de los fumadores pasivos, ponía la misma cara que cuando alguien cerca de mí enciende un porro: me relajo taaaaaaantooooooooooo. Me acerqué al santo y le puse el dedo en su sitio, una compuerta se abrió y apareció la imagen de un matasuegras a medio extender, tallado muy bien por cierto. Por lo menos tenían algo de humor. Me fijé y algunos libros estaban tallados en marmol; otros, los menos, eran pergaminos antiguos. La tarjeta había dejado de comportarse como una mascota, por lo menos como una mascota viva. Estaba fría hasta que de repente soltó un anuncio publicitario que no comprendí.

Bajé unas escaleras. Había dos puertas. En una ponía: no pasar; en la otra:  no seas merluzo y pasa por aquí. Crucé la que ponía no seas merluzo y pasa por aquí. Había un enorme laberinto. Miré hacia atrás y vi que las dos puertas llevaban al mismo lugar: a la entrada del  laberinto. Era un laberinto vertical. Entré y el laberinto comenzó a girar, las portadas de los libros eran preciosas, su conocimiento sabroso me volvía loco y cada vez quería ver más libros, iba mas rápido y a cada giro los libros eran más apetitosos y más los quería. Me vi como un hámster girando en su rueda, pero al conseguir observarme, el laberinto paró.

Había un Anciano mirándome, subido a un carro tirado por un perro. Toma este libro y léelo, me dijo, y me acerqué al anciano, que estaba muy serio. Cogí el libro y lo abrí. Salió un puño y me golpeo un ojo, el perro y el anciano estaban retorciéndose por el suelo. En el puño ponía: Dios es humor.

Un montón de relojes de cuco comienzan a sonar. Salí corriendo de allí, el monasterio cayó al suelo. Todo resultó ser una construcción, un falso decorado. El cielo estaba gris gaseoso esta vez.

Era el planeta Nirbrim que iba a chocar contra la tierra. Sentí que mi vida había sido un acto de cinismo y hostilidad declarada.

El planeta se veía cada vez más grande. ¿Es el universo todo culos? ¿Dios es un culo? ¿Si dios es un culo, el culo es humor? Comencé a reír como un loco y me desvanecí. Era extraño, parecía un culo que miraba desde las nubes. Me quedé mirando y aquello explotó,  un pedo de dimensiones astronómicas. No pude parar de reír. 


Desperté en un hospital, mis constantes vitales parecían estar bien, todos los test médicos indicaban que tenía una salud de hierro. Una Doctora de rasgos androides me dijo que, para haber estado riéndome durante 72 horas ininterrumpidas, mi salud era extraordinaria y que había sobrevivido a una explosión en una estación orbital en la que unos anestesistas celebraban como todo los años El día del anestesista, con tan mala suerte, que un problema en una válvula provocó un escape sin igual que generó unas gigantescas burbujas que explotaron al entrar en contacto con el aparato eléctrico protector de nuestros satélites. Añadió que todo lo que había contado había sido un sueño y que lo único real ahora eran aquellas agujetas en el diafragma que durarían aún unas semanas. Soltó un destello con un aroma a amapolas y se fue. Unas cuantas sesiones de shiatsu y como nuevo, pensé. Fui a recoger mis cosas. Me dieron una bolsa con mi cartera, llaves, documentos y pendrives, también un libro que debía de llevar conmigo en el momento de la explosión.

Ya en la calle, un taxi se acercó hasta la entrada del hospital, se me hizo familiar y me dirigí a al conductor, un anciano misterioso, y en el asiento de al lado, un curioso perro. Al llegar a mi destino y pagar la carrera, me dio su tarjeta. En el centro, un dibujo de un anciano en un carro tirado por un perro.  Taxis Divine Line, un servicio que no es de este mundo. Al entrar en casa, encendí el contestador automático y cantó  las noticias más recientes. La más destacada: Explosión de gas en fiesta patronal de anestesistas, bla bla bla. Me senté y abrí aquel libro pero me pegó un puñetazo. Fui al wáter y me miré en el espejo, era increíble, claramente se veía tatuado en mi pómulo derecho: “Dios es humor”.


RELATO DE MARÍA
El secreto del ermitaño

La noche estaba cayendo y Luis se dio prisa en terminar. No tenía mucha práctica con el tractor, siempre se había encargado su padre, por eso se le había echado la noche encima y sin darse cuenta el cielo había pasado de morado a negro demasiado deprisa. Dejar los aperos en su lugar en medio de aquella penumbra le retrasó aún más. Se cargó a la espalda dos sacos de patatas e inició a pie el camino de vuelta. Apenas se veían las piedras blancas que a mediodía deslumbraban con luz propia. Si al menos tuviera el burro, se lamentó en voz alta. Zalamero se sabía el camino de memoria, no hubiera necesitado de luz ninguna para regresar. Pero Zalamero no existía ya, al igual que no existía el padre de Luis, pues se habían despeñado juntos tres semanas antes en un desgraciado accidente. Tras algo más de un kilómetro cuesta abajo, tuvo que detenerse a descansar.

Llevaba puesta la chaqueta de su padre, la que siempre recordaba haberle visto los días que iba a sembrar los terrenos que lindaban con los del ermitaño, los más altos en kilómetros a la redonda, donde casi nadie consideraba rentable cultivar. En el bolsillo encontró dos caramelos sin papel que debían llevar allí largo tiempo. Se llevó uno a la boca por inercia, sin pensar en la higiene, sin la menor aprensión. Viéndole tan despreocupado, nadie diría que tres meses antes vivía en Tokio, sumergido en una asepsia brutal, angustiado por la creciente subida de la radiación y concentrado en los muslos de las innumerables colegialas que atravesaban a diario los concurridos pasos cebra. En Tokio no tenía un gran empleo, era un simple vendedor de enciclopedias, un trabajo que le permitía pasar mucho tiempo en la calle, donde pese a todo se sentía mejor que en una oficina. Mientras saltaba de vagones a estaciones, de avenidas a plazas, de taxis a lujosos portales, se imaginaba como un figurante de videojuego, un personaje digital que estaba ahí solo para que el protagonista le matara tarde o temprano. Recordaba su pueblo natal como el lugar remoto donde había vivido su infancia, de la que prefería no acordarse. Estaría en Tokio unos pocos meses más y se iría a otra parte, solía pensar, aunque nunca reunía el valor para hacerlo, pero las cosas habían cambiado desde el accidente, había regresado a enterrar a su padre y, no sabía por qué, se había quedado más tiempo del previsto. Su empresa en Tokio ya le había despedido, pero eso apenas le importó.

El camino de vuelta se estaba volviendo un laberinto. De pronto creyó haber dado tres vueltas al mismo cerro. La noche era completamente cerrada y las pocas luces que se veían desaparecieron de pronto, sin avisar. Ahora la oscuridad era tan densa que no podía distinguir el camino. Se dio un fuerte golpe en la mano derecha con una roca y, aunque se rompió el dedo índice, agradeció no haberse partido la crisma. Tuvo que abandonar allí mismo los sacos de patatas que le iban a servir de sustento aquella semana. El dedo le dolía ahora de veras y la expectativa de pasar una semana de racionamiento le hizo gritar. Mecaguenlahostiaputamadrededios.

Una potente luz surgió de pronto de la nada y le cegó. Un hombre vestido con tela de saco parecía haber abierto alguna puerta aunque Luis se daba cuenta de que ello era imposible: no hay puertas en el campo. Era un viejo estrafalario, sucio y de aspecto huidizo. De una de sus orejas colgaba, a modo de pendiente, una araña que parecía su mascota, con su correspondiente telaraña tejida a la misma entrada de la oreja, indicando que debía hacer meses que no solo no se la lavaba sino que ni siquiera se la tocaba. Luis pensó enseguida que su rostro no le resultaba del todo desconocido, tal vez se tratara del ermitaño cuyas tierras lindaban con las suyas, un personaje que solo había visto un par de veces en su niñez.

El ermitaño dio un paso y Luis instintivamente se echó hacia atrás. Le preguntó por el camino de vuelta, pero el anciano ni le escuchó, continuó en silencio, mirándole como asombrado por su presencia, tan intensamente que parecía que quisiera encontrar en su rostro la solución de algún viejo enigma o el corazón de algún oscuro secreto.

–Tú… –acertó a decir el viejo tras un denso silencio. Pronunció esta palabra lenta y pesadamente, como si le costara un gran esfuerzo.

Inesperadamente, se arrodilló ante Luis mesándose los cabellos. Su llanto desesperado se desparramaba por los valles lejanos rompiendo el silencio de la noche cerrada. A cada gesto de dolor, el ermitaño parecía dispuesto a arrancarse la piel, como si no se soportara a sí mismo.

–Perdóname, perdóname.

El joven se quedó atónito; si por sí solo el comportamiento del viejo resultaba excéntrico, mucho más para alguien que se había pasado años intentando adaptarse al reservado temperamento japonés. Ese hombre estaba pirado sin duda. Decidió robarle la linterna y salir corriendo. El viejo sabría volver a ciegas, como Zalamero.

Cuando alargó el brazo para apoderarse de la luz, el viejo le sujetó con ambas manos, dejando caer la linterna, con tan mala suerte que se hizo añicos.
–No debí lanzar aquellas piedras, lo sé –siguió diciendo el ermitaño, aún arrodillado y fuertemente asido a los brazos del joven, haciendo caso omiso del intento de robo y la pérdida irreparable de la única fuente de luz disponible-. No debí arrebatarte la vida como arrebata el viento los pétalos de una amapola, ni a ti ni a tu noble y viejo animal. Perdóname, Luisón, pero te odiaba, te odio aún aunque estés muerto, porque te regresas a mí para torturarme con tu aspecto más joven, emergiendo del manto oscuro de la noche. Tú sabes por qué te maté, tú sabes por qué te odiaba, por haber nacido más libre, más prudente, más jovial, más entero, por haber tenido un hijo, una mujer hermosa, y por haberme birlado al burro en la feria delante de mis narices, cuando yo pujaba por él a nuestros veinte años, y Zalamero prefirió irse contigo. Perdóname, Luisón, y parte en paz al mundo de los muertos. No dudes de que te seguiré pronto.

El hijo de Luis tardó varios minutos en comprender que se encontraba ante el asesino de su padre. Y sin embargo, en lugar de sentir odio hacia aquel hombre, se sintió repentinamente a gusto en la piel fantasmal de su progenitor y por ello contestó:

-Viejo amigo, no he muerto. Solo he rejuvenecido. Invítame a cenar y olvidaré el incidente –el estómago le rugía de tal modo que se oía perfectamente a pesar de la ruidosa llantina del anciano.

Por fin, el ermitaño dejó de llorar, levantó la cabeza y, sin apartar la  mirada de Luis, se irguió completamente.

-Sea –dijo con voz cansada iniciando el camino hacia su choza. Luis le siguió de cerca, temeroso de que la oscuridad le jugara una mala pasada.

Cuando se despertó, el viejo ya no estaba en la cabaña. Luis salió al exterior arrugando los ojos; el sol del mediodía le cegó unos instantes. No había nadie en la explanada de la cima donde vivía el ermitaño. Nunca antes había estado ahí, aunque innumerables veces en su infancia había llegado hasta bien cerca, unos doscientos metros más abajo, donde su padre antes y ahora él tenían el patatar. Se acarició el dedo entablillado e inició el camino de regreso.

Tras toda la noche con el asesino confeso de su padre se sentía extrañamente feliz y reconfortado. No recordaba haberse notado nunca tan libre. En la cabaña del ermitaño, había hablado como su padre durante horas, intentando hacerlo como él, sentir como él, gesticular como él, reflexionar como él. Había descubierto tanto de su padre en sí mismo como de su ausencia. Lo que le distinguía de él se percibía en la mirada asombrada del anciano, que notaba las diferencias sin saber que las había. Pero si sospechó algo, el viejo no dijo nada.

Luis se había descubierto a sí mismo, se había encontrado. No volvería jamás a Tokio ni a ningún lugar semejante, pero tampoco, tampoco, acabaría sus días a merced de la climatología, luchando por arrancarle a la tierra cuatro alimentos, para acabar cegado de resentimiento por cualquier insignificancia. El ermitaño había matado a su padre por una estupidez. En todas partes, en todas, habitaba   la sinrazón. Y en consecuencia, probablemente también en su propia naturaleza.

Al día siguiente, partió sin destino fijo con una pequeña mochila a la espalda. Echó una última mirada a la cima de la montaña donde había pasado la noche anterior, saludó con la mano, aunque obviamente aquel gesto sería indistinguible desde tan lejos, y se alejó para siempre con la sensación placentera de estrenar vida como se estrenan zapatos.