jueves, 6 de octubre de 2011

OTOÑO

PREMISAS OBLIGATORIAS
Peligro de muerte
Arenas movedizas
Arrancar la piel a tiras
No sentir las piernas
Vacaciones, los cojones, es mejor trabajar
Cadera, frente, ojo izquierdo, nuca, mentón
Forastero, nunca debiste cruzar el Oria
Tres meses después
Una maestra
Un enterrador
Un payaso
Un tajo en la yugular
Un palo de billar
El hígado de Mourinho (o de Teddy Baustista)
Los dientes de leche de un soldado muerto

RELATO DE HÉCTOR

Sus rojos cabellos refulgían con el sol del ocaso, caminaba como una autómata en cámara lenta por el frondoso bosque.

−¡Forastera! ...nunca debiste cruzar el Oria!!! −le espetó el desaliñado viejo. Amaia bajó la cabeza. Dos furiosas lágrimas rodaron por sus mejillas, mas sobreponiéndose contestó: 

−¿Es que no comprendes que todos estamos en peligro de muerte? Hay un peligro real acechando y cada vez se nos acerca más, si continuamos divididos, será nuestra perdición. Además, ninguna de nosotras pretendió ofenderte... 

−Tonterías. Vosotras sois el verdadero peligro... unas maestras en arrancar la piel a tiras −dijo el avinagrado viejo con cara de enterrador, mientras le titilaba el ojo izquierdo

−No queríamos hacerte daño −dijo la chica frunciendo la frente

−Sois una gentuza, no sabéis lo que es la vergüenza ... hienas!, una manada de hienas eso es lo que sois!!,  me habéis despojado de mis bienes, calumniado, vituperado y luego desterrado del pueblo que construí con mis propias manos y años y años de constancia..., −se le quebró la voz como si le hubiesen dado un tajo en la yugular

−Reconocerás también que casi todo sucedió por culpa de tu estúpida terquedad de ser un buen maestro, pasaste a ser un dictador que nunca escuchó razones, te convertiste en un pretencioso payaso que se alimentaba de su enorme vanidad...

−¡¡Es mejor que te largues!!, −gritó el viejo fuera de sí, levantando amenazadoramente el palo de billar que le servía también como bastón.

−¡¡Tendrás que matarme, maldito viejo!!! −contestó Amaia con el mentón templado debido a la rabia que sentía. 

−Pues claro que lo haré, maldita bruja; no serías la primera si osaras internarte en mis dominios. 

−¿Tus dominios? Si apenas puedes caminar, estúpida bestia!!! Creo que ya no sientes las piernas y tienes la cadera hecha papilla... 

No bien termino de decir esto, corrió en dirección del viejo, esquivándolo ágilmente, y terminó en su cabaña, donde suponía que estaban las armas. Agitada, empujó la puerta, tenía que ganar tiempo, presentía que Jonás, a pesar de su edad, podía ser muy violento y peligroso. Rápidamente puso las trancas a la puerta y con mucho esfuerzo movió una pesada mesa para taponar el único ventanuco de la vivienda. Habia un olor nauseabundo que emanaba del cirrótico hígado de Mourinho, que el viejo conservaba como trofeo en un botellón del que se había volatilizado el formol. Abrió un enorme baúl tapizado con una mohosa piel y se encontró con una vieja pero muy cuidada carabina y con una caja de balas en la que Jonás había puesto la inscripción: "Vacaciones, los cojones, es mejor trabajar", en tanto el viejo golpeaba furiosamente la puerta. 

−Te mataré... te mataré, hija de los avernos !! 

Amaia tenía muy claro que lo haría. "No sería la primera" ... entonces cayó en la cuenta de que había sido él, quien había matado a Francisca, su madre. 

Puso varias balas en la recámara del arma, se deslizó sin hacer apenas ruido por el pequeño ventanuco y disparó a bocajarro en la nuca de Jonás, que cayó pesadamente con un agujero que le atravesaba de lado a lado el cuello y del que manaba abundante sangre. Ahora se sentía fuerte y poderosa, los extranjeros que acosaban el pueblo aprenderían a respetarla. Escupió desdeñosamente sobre el cadáver y caminó resuelta a ocupar su puesto a las dos orillas del Oria.

RELATO DE SERGIO

LA GRAN BROMA FINAL

Tres meses después volvió a sonar el despertador. Volvían a ser las 6 de la mañana. Atanasio volvía a encontrarse frente a la sartén de su cocina. “Hay que desayunar bien… La mañana de un enterrador es dura, nunca sabes de que tamaño serán los cadáveres” rescató esa frase que alguna vez había arrojado a su mujer; como tratando de justificar que su 120 kilos fuesen fruto de una mente previsora. Tras terminar sus huevos revueltos, fregó su plato y recogió las migas de la mesa. Descolgó su larga chaqueta en el recibidor de la entrada y caminó hacia su automóvil a paso ligero mientras se cagaba en la puta sin sentir las piernas. Soplaba un viento frío, casi metálico.

Al llegar al cruce de caminos donde se encontraba la gasolinera bajó de su coche. Sacó algunas monedas de su chaqueta y se dispusó a comprar unos chicles y el diario. Las conversaciones entre los clientes dentro de la gasolinera sobrevolaban su cabeza sin rozarle:“vacaciones, los cojones, es mejor trabajar”, “ Dile al cabrón de su sobrino que ya me está abonando el líquido anticongelante”, “Si tienes salud, quieres trabajo, y viceversa”, “ Me  la suda el Madrid, por mí como si le extirpan el hígado a Mourinho”. Periódico en mano, salió del establecimiento; estaba amaneciendo.

 Subiendo la colina adivinó el olor a paz y óxido de las rejas. Aparcó en el reservado y dirigió su mirada hacia una gárgola de la entrada. Como un recuerdo, como la casa de un soltero, todo estaba en su sitio; tal como lo había dejado. En su cuartito, junto al osario, una cajita con unos dientes de leche un soldado muerto que nunca recogió la familia y la cinta de pelo de Clarisa, la única maestra del pueblo que había hecho honor a su nombre; de pie, presidiendo el cuarto, el viejo palo de billar de Jero, el tabernero (“si me pasa algo, cuídame el palo, preferiría que me arrancases la piel a tiras a que me lo robasen”- le había dicho en su día). Abandonó su particular relicario y consultó el buzón del correo. Una carta del Banco Santander. Un recobro para un muerto, eso era todo.

Dos horas más tarde, su pala seguía una cadencia hipnótica. Cadera, frente, ojo izquierdo, nuca, mentón, …sus paletadas siempre en estricto orden. Bajo la atenta mirada de Atanasio y de una pareja de riguroso negro, se iba desdibujando la silueta de un muchacho joven que asomaba su mano, como en esas películas de zombis en las que los resucitados emergen de entre arenas movedizas. La única diferencia: El muerto sonreía. Sí. Su cara, postal de escarcha, en vez de anunciar peligro de muerte, conservaba aún la frescura de ese último instante, incluido un tajo en la yugular. En su smoking de plástico tenía prendida una rosa artificial (posiblemente para lanzar agua) y lucía una nariz de payaso. Daba la sensación de que lo hubieran matado en pleno gag.

−Sé que no es procedimiento habitual caballero −dijo él−, pero a mi mujer y a mí nos gustaría recordarlo así; Victor era un muchacho alegre. Le encantaba gastar bromas y nunca negaba una sonrisa a nadie.

−La vida había sido muy dura con él, tal vez la muerte le trate mejor −añadió la señora sollozando.

Una vez que el cuerpo estuvo oculto por completo, a excepción de esa mano, que P no podía obviar por más que lo intentaba, el señor, alto y bien parecido, oculto tras sus gafas, dirigió la cabeza hacia el suelo y se agachó. Sacó del bolsillo interior de su chaqueta una pistola de plástico y la colocó en la mano yacente a modo de broche final. Tomó aire e intentó no llorar mientras decía “Forastero, nunca debiste cruzar el Oria”, pero no lo consiguió, su frase se vio interrumpida por el llanto y el abrazo de su mujer.

Poco más tarde, Atanasio despedía a la luctuosa pareja en la puerta del cementerio dispuesto a tomarse un breve descanso.

Se recogió en su cuartillo junto a sus  reliquias, abrió su paquete de chicles mientras desplegaba el periódico. Fue directo a una reseña en la que reconoció al joven enterrado:

Consternación por el asesinato de Victor Frago, único español que sobrevivió a más 34 intentos de suicido.

RELATO DE LASSIE

−Estoy en peligro de muerte, estoy en peligro de muerte… ¡Las arenas movedizas me arrastran! –gritó el cuñao de Chiquito.
−Cállate, hijo puta, me caguen tus muelas. Te voy a arrancar la piel a tiras. Qué arenas movedizas ni qué armario ropero –exclamó Chiquito−. Sal de la cama, pecador, que eres más feo que la etiqueta de anís del Mono. Que tienes más polvo en la cama que un puticlub de carretera.
−Yo no sentir las piernas.
−No me hables en indio que te corto el fistro sesual; sal de ahí ya, llevo dos días de vacaciones y lo único que hago es intentar sacar una estatua de King Kong borracho de la cama. Vacaciones de los cohone, es mejor trabajar de butanero en Afganistán que venir contigo de vacaciones a Benalmádena.
Con una extraña llave de judo, Chiquito agarró a su cuñao a la vez de la cadera, frente, ojo izquierdo.
−¡Ay! Déjame una hora más aunque sea agarrándome de esta jodía manera –protestó el cuñao.
Forastero, nunca debiste de cruzar el Oria, ¡por la gloria de mi madre!
Dos semanas y media después, los encontraron a los dos juntos en aquella extraña postura medio deshidratados y famélicos. Por lo que se conoce, se habían alimentado de etiquetas de anís del Mono y del líquido del cubo de fregar.
Fueron llevados en una ambulancia de segunda mano, que tenía una sirena manual, al hospital de la Virgen del Fistro.
El cuñao solo lanzaba burbujas por la boca con imágenes tridimensionales de un extraño simio. Chiquito solo decía hande nau in the nau hande nau in de nau.
Tres meses después, Chiquito pegó un salto y gritó:
−iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii no puedo, llevo más tiempo tumbado que el jergón de Tutankamón.
−Menos mal que te has levantado, ya habíamos encargado un enterrador –dijo una voz femenina.
−Jorrrrrrrrrrrrrrrr, si eres mi maestra de escuela, tienes que tener más años que la abuela de la estatua de la libertad.
−Nunca se habla de la edad de una dama y menos si ha sido tu profesora.
−¿Señorita? Usted no llega ni a peón y, como profesora, la mona Chita le da mil vueltas. Además, usted, con lo rácana que es, lo único que habrá encargado es una cabra con una paleta de albañil. Por la gloria de Tarzán.
−Ingrato retrasado, un payaso a tu lado es catedrático −gritó la maestra y lanzó un compás directo a Chiquito, haciéndole un tajo que no hubiera resistido ni un jamón de bellota.
No salió ni gota de sangre, apenas unas gotas de anís del mono.
La profesora gritó, se desmayó y se puso a flotar en el aire.
El cuñao se despertó en ese instante y gritó:
−¡Una de bravas!
Chiquito lanzó un crucifijo al aire y lo impulsó hacia la profesora, aprovechando que ella miraba hacia el cuñao. El crucifijo se clavó en el corazón de la maestra, saliendo de esta un humo más negro que el hígado de Teddy Bautista, y al poco rato desapareció tan rápido como los dientes de leche de un soldado muerto.
De repente, el árbol de navidad cayó al suelo y todos los niños salieron corriendo con sus padres por la puerta de socorro.
A los actores les encantó el chisporroteo de las luces, la explosiones de las bolas. El director de la obra gritó que había que ensayar mejor lo de los efectos especiales.
Se fue la luz y todos se quedaron en silencio.
Al fondo se escuchaban unos villancicos con la clásica botella de anís ...del Mono, por supuesto.
RELATO DE MARÍA
La desaparición de Teddy Bautista hizo correr ríos de tinta. En un principio se había especulado con una desaparición voluntaria; Teddy era uno de los hombres más odiados del país y tenía causas pendientes con la justicia. Sin embargo, cuando el detective encargado de la investigación, el inspector Ramírez, encontró en su buzón el extremo serrado de un palo de billar con restos de excrementos humanos, la policía comenzó a barajar la hipótesis del secuestro. En efecto, tras el examen del ADN, las heces resultaron proceder de Bautista.

Flanagan estaba a punto de jubilarse cuando Ramírez le cedió el caso. Maldita la gracia que le hacía. Había estado nueve meses de baja por una afección de cadera que le había dejado ligeramente cojo, y si se había incorporado al servicio, había sido únicamente para poder cobrar íntegra la pensión que le correspondía tras cuarenta años de servicio. Lo último que se esperaba era esa patata caliente, el presunto secuestro de un hijo de la gran puta que le importaba menos que a un enterrador los dientes de leche de un soldado muerto. Durante los nueve meses de baja se había descargado una media de tres películas diarias, por no hablar de la discografía completa de Frank Sinatra, y al tal Teddy Bautista, un payaso espabilado, un ladrón de guante blanco aunque no de poca monta que andaba siempre tocando los cojones, le habría tajado la yugular de buena gana con el borde acerado de un disco de vinilo de Los Canarios. Y ahora, tres meses después de los despiadados pensamientos que había forjado durante su inactividad forzosa, se veía obligado, quién lo hubiera dicho, a salvar el pellejo a esa rata pestilente. Vacaciones, los cojones, es mejor trabajar, se lamentó con ironía.

El dossier que le entregó el impresentable niñato de Ramírez, desgraciadamente su superior a pesar de haber llegado a la Judicial unos quince años atrás, apenas contenía pistas. Una maestra rural retirada, una tal Cayetana Malvas, aseguraba haber escuchado, cerca de un cobertizo próximo a su vivienda, los gritos despavoridos de un desconocido quien, entre frases entrecortadas demandando auxilio, habría mencionado la palabra Bautista. Tras inspeccionar el cobertizo, la guardia civil había encontrado únicamente un pasador de pelo, que, después de muchas pesquisas, había resultado ser el adorno de la nuca de la sobrina del propietario. Apenas un par de folios para dar cuenta del caso más impactante a nivel mediático del momento, dos folios y un cabello blanco, perteneciente sin lugar a dudas a Ramírez, de entre los pocos que aún conservaba en su despejada frente. Una puñetera mierda.

Era una gran putada. Pese a su cojera, y pese a lo poco que le importaba la víctima, Flanagan no pensaba permitir que su reputación quedara en entredicho a un paso del retiro. Eso es lo que deseaba el joputa Ramírez, y por eso y sólo por eso le había asignado un caso tan difícil como popular. Buena jugada. Pero Ramírez se arriesgaba bastante esta vez. Si un policía viejo y cojo lograba rescatar a Teddy Bautista allá donde se encontrase, se retiraría con honores y, tal vez, con una medalla al mérito policial. Sólo por ver la cara de Ramírez en el momento en que el ministro del Interior le colocara la medalla, elevado orgullosamente el mentón, merecía la pena dedicarle al caso del puñetero Bautista las pocas fuerzas que le quedaban, y el caudal de conocimientos de viejo detective que acumulaba pese a todo.

Como no tenía otra cosa, fue a visitar la maestra. Cayetana Malvas estaba casi más calva que su superior, y además estaba completamente sorda. Sin lugar a dudas, no podía haber escuchado gritos pavorosos ni por megafonía a cien decibelios. La maestra no usaba audífono porque era inútil, según decía. El viejo detective no tardó en hacer su diagnóstico: se encontraba frente a una chiflada con afán de notoriedad. Salió de la casa resoplando, ya no sabía por dónde seguir. Sin embargo, algo llamó su atención en el jardín de doña Cayetana. Semienterrado entre las arenas movedizas que se esparcían al pie de unos columpios en evidente deterioro, había un maletín relativamente nuevo. Al extraerlo y acercarlo a su ojo izquierdo, el único con el que aún podía defenderse, vio en una esquina una pegatina que rezaba: Muerte a la SGAE.

El maletín, cerrado con llave, apestaba. Tanto, que vomitó dos veces en el interior de su propio coche a causa del hedor, pese a llevar las ventanillas abiertas. Su instinto de sabueso le decía que dentro de la maleta no podía haber otra cosa que carne en avanzado estado de descomposición. Los chicos del laboratorio le recibieron con una mueca de desagrado. El viejo detective se mordió los labios para no proferir contra esos estúpidos imberbes su habitual andanada de descalificaciones. El resultado tardó en llegar, pero llegó. Había hallado el hígado del mismísimo Teddy Bautista. No era todo él entero, pero era algo. Sonrió al pensar en Ramírez y su cara.

Fuera quien fuera el asesino, demostraba ser un sádico refinado. El hígado se encontraba envuelto en papel de regalo y las cintas con las que se había confeccionado el lazo eran tiras de piel arrancadas del antiguo jefe de la SGAE. Llevaba mucho tiempo de pie, esperando el resultado del laboratorio sin que nadie le ofreciera una silla, ya no sentía las piernas, pero tras recibir el informe cojeó de nuevo hasta su coche, limpió con un periódico los restos de vomitona que aún quedaban sobre la alfombrilla, y pisó el acelerador camino de la casa de la maestra. El lazo del envoltorio tenía un toque tan femenino que era imposible no acordarse de Cayetana y su sordera. Que había mentido al referir unos gritos pavorosos, era evidente.

Aunque la maestra intentó intimidarlo a su llegada, apuntándole con una aguja de hacer calceta y advirtiéndole del peligro de muerte que estaba corriendo, y aunque, con su voz atiplada y chillona, repetía sin cesar: “Forastero, nunca debiste cruzar el Oria”, ni que él supiera dónde estaba el dichoso Oria ni si lo había cruzado, muy pronto la vieja confesó de plano el horrendo crimen. Le había matado de un limpio tajo en la yugular. Según ella, al jodido (sic) Teddy no le había dolido, ni siquiera se había dado cuenta de que iba a morir. La vieja estaba harta de pagar el canon por música que ni siquiera podía oír. Si el pueblo, en el ejercicio de su soberanía, no ponía las peras a cuarto a ese aprovechado, jefe de una asociación sin ánimo de lucro, que vivía en un chalé lindante con el de Casillas, ella, una humilde maestra jubilada, le pararía los pies. Se le había ido la mano, solamente quería asustarle. Pero hacía tiempo que ya no cosía, y lo que había pretendido ser un rasguño de advertencia, se había convertido, merced a un estornudo inoportuno, en un tajo en toda regla que le puso perdida la alfombra. Ya que estaba todo manchado, pensó quedarse alguna víscera de recuerdo, como tantas veces había visto en películas por las que también había pagado el canon. Había mentido sobre los gritos para despistar a la policía, sin darse cuenta el alma cándida de que si no hubiera dicho nada, jamás nadie habría sospechado de ella. Como Teddy había defecado antes de expirar, se le había ocurrido la extravagante idea de manchar un trozo de madera, y con un par enviarlo al inspector Ramírez, puesto que todo el mundo hablaba de desaparición voluntaria, y, eso sí que no, ella le había secuestrado bien secuestrado.

No le importó ir a la cárcel, decía que allí se estaba mejor que en casa. Desde la sala de la televisión del presidio vio el acto de condecoración del detective Flanagan. A Cayetana Malvas le parecía atractivo, opinión que compartía con algunas otras reclusas de su misma edad. La maestra se había convertido en una heroína para sus compañeras, gracias a cargarse con sus propias manos al enemigo público número uno; por eso todas le dieron una palmadita afectuosa en el mismo instante en que Rubalcaba colocaba la medalla en el pecho del viejo detective, la víspera de su jubilación. Aunque, debido a su sordera, no pudo oír las palabras del ministro, sí apreció un brillo emocionado en los ojos de su captor.