jueves, 16 de junio de 2011

LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA

FRASES DE DIÁLOGO OBLIGATORIAS:
−¿Cómo te atreves a hablarme así?
−¿A qué has venido?
−Aún hay más: ella no quiere verte.
−Mañana por la mañana no quiero que salga el sol.
LUGAR, TIEMPO Y CIRCUNSTANCIA:
En una ciudad grande
En plena guerra civil española
Alguien muere
PALABRAS OBLIGATORIAS:
Ordenador, móvil, GPS
Elegir un animal entre los siguientes, relevante en el relato, o bien insertar los cinco:
- Rodaballo
- Oso hormiguero
- Jirafa
- Águila
- Escarabajo de la patata



R


Relato de Lamberto

¿Cómo te atreves a hablarme así?

−Te hablo como me da la puta gana, estamos en una puta guerra, estamos sitiados y tú te preocupas por cómo hablo?  Joder  ..Además soy el capitán... ¡Qué cojones ! Y hábleme de Ud., qué narices.

−No cuesta mucho hablar bien,  mi capitán.

−Dejémoslo. ¿Pillas algo con la radio?

−No. El enemigo debe de estar echando la siesta, mi capitán.

−Tienes que saber,  Fernando,  que el enemigo nunca descansa.  Además,  necesitamos un blanco móvil.

−Pero la Siesta es nuestro deporte quietista favorito, mi capitán.

−Qué cosas más raras decís los universitarios. Además, si es un deporte nacional la siesta, yo nunca más la echo. Hay que tener claro en qué bando se está. Voy a ordenar a todo el batallón que nadie más eche la siesta mientras dure esta contienda. Escriba usted esta orden de inmediato.

−A ver, mi capitán, ¡si el resto del batallón están todos muertos !

−No lo digas muy alto, a ver si nos va a oír el enemigo y van a entrar a saco.

−Ya. ¿Y qué vamos a hacer mi capitán?

−No tengo ni idea es la primera vez que muere un batallón casi entero y el enemigo no entra.

¡Boooommmmmm ! De repente, un cañonazo. Y una de las paredes de la casona derrumbada cayó. El  capitán y el miliciano se abrazaron en lo que un día había sido una esquina. 

−Ya no nos quedan ni paredes−  dijo el capitán.   

−Es que todas las guerras son niní− dijo el recluta mientras se quitaba el polvo.

−¿Tú a que has venido aquí? A tocarme las narices, a filosofar. Que sepas que esto es una guerra. ¿Qué es eso de Niní? A ver, explícate Fernando.

−Ni comida, ni agua, ni nada, ni ni.

−Tiene usted razón… Pero es usted un GPS.

−¿Cómo que soy un GPS? Tiene que saber que en la unidad móvil en la que estuve anteriormente así como en la universidad fui siempre respetado. Mi capitán no me insulte por favor.

−Anda ya. No me vengas con finuras ahora. GPS. Gente pillada por el sinónimo.

−¿Queeeeeeeeé? ¿De dónde ha sacado usted eso?

−Un momento, capitán, un momento. La radio da señales.

−Vaya a ver, vaya a ver qué capta con la radio. ¿Qué dice?


−…Aún hay más, ella no quiere verte… Y luego han dicho: mañana por la mañana no quiero que salga el sol.

−Están hablando en clave. Eso quiere decir que atacarán esta noche o por lo menos antes del amanecer.

−Se escuchan llantos mi capitán...

−¿No habrás captado un serial radiofónico? Lo que nos faltaba, y encima con anuncios… para desmoralizar al enemigo… Si es que las técnicas de guerra avanzan que es una barbaridad.

−Estamos en Murcia capital y la única radio con capacidad de emitir es la nuestra y la del enemigo.

−Pues transmita usted anuncios, haga algo; lo sicológico es parte fundamental de la estrategia en el campo de batalla. Diga algo Ud. que fue ventrílocuo.

−Espere, capitán, que esto tiene miga...

−No menciones, por favor, la palabra “miga”, que llevamos tres días sin comer.

Las tripas del capitán sonaron tan fuerte que parecía que se había caído un tejado. Y permaneció quieto como un gato de escayola. Tras un largo silencio...

−Mi capitán, mi capitán , ya lo tenemos.

−¿Qué tenemos? ¿Qué tenemos?

−El capitán enemigo tiene mal de amores,  ha sido abandonado por su amante, que ha escapado y está dentro de la ciudad. Por eso no se atreven a atacar. Han mandado a dos soldados espías a buscarla por toda la ciudad.

−Menudo enemigo nos ha tocado.

El capitán sacó un arma y por señas indicó al radiotelegrafista que se callara pues se escuchaban pasos. El capitán salió por lo que había sido una puerta y una pared, un edificio y todo eso.

−¿Qué es esto? Ven aquí, Fernando, de inmediato.

Fernando el miliciano cruzó la no puerta, la no pared y llegó a donde estaba el capitán. El capitán estaba frente a frente con un oso hormiguero.

−Mi capitán, está Ud. delante de un oso hormiguero. Ni más ni menos. Lo bueno es que no tiene dientes y no le podrá morder.

−Pero yo sí −gritó el capitán−, nos lo podemos comer.  El capitán se echó a llorar de repente. Sin más ni más.

−Tranquilo,  capitán,  lo mato yo mismo y nos lo comemos para cenar o para merendar,  lo que Ud. ordene.

−Noooooooooooooo. ¿No lo ves? ¿Cómo lo vamos a matar con esa carita tan tierna? Si tiene cara de no haber roto un plato en su vida.

−Dígale eso a las hormigas, mi capitán, a ver qué le contestan.  Venga,  lo mato y ya tenemos cena.

−A ver −dijo el capitán repuesto de los sollozos con prestancia y gallardía−. El que da las órdenes soy yo aquí y Ud. es un mandao. Somos un batallón vegetariano y ahora no nos vamos a cargar al pobre oso hormiguero.   

Pasaron dos días y dos noches y allí no pasaba  apenas nada.  Allí seguían los tres, el capitán, el miliciano y el oso hormiguero, que parecía que hacía guardia a todas horas. Aunque lo que hacía era zamparse a las hormigas, que había muchas. 

Hasta que de repente el oso hormiguero desapareció la noche siguiente.

El capitán estaba pastando como una vaca. Era tal el hambre que tenían que se le unió también el miliciano ante la máxima de donde fueres haz lo que vieres.

Con la tripa llena, de aire y un poquito de hierba, se percataron de que el oso hormiguero ya no estaba por lo que se pusieron a buscarlo. Recorrieron lo que quedaba de la ciudad y allí no había nadie,  nadie... con vida. Parecía una ciudad fantasma, de hecho, lo era.

Hasta que llegaron a una especie de claustro.  Allí había una mujer y estaba el oso hormiguero, que jugueteaba con ella. Cuando los vio, el oso hormiguero se les acercó y les olisqueó los pies. Retrocedió ante semejante hedor pero se les acercó de nuevo y se puso de pie sobre sus patas traseras como un perrillo.

−Qué salao es −dijo el capitán−. Cuando se acabe esta guerra, me lo llevo a casa. A mi mujer le encantará. Eso o me echa de casa −y empezó a reírse.  El miliciano lo miraba como diciendo esto debe de ser un shock postraumático de esos.

−¿Son Uds. los del bando republicano? 

−Sí. Y a mucha honra. Y los dos militares se cuadraron.

−¿No me irán a fusilar ustedes ahora?

−Podríamos hacerlo si llamáramos al resto del batallón, pero no lo haremos.

−Además ¿por qué íbamos a fusilarla?

−Por nada, por nada… es que se ven tantas desgracias en la guerra.

−En eso lleva Ud. razón, ¿señora ó señorita?

−Señorita, si es tan amable.

−Está aquí −se escuchó−, está aquí.

Los militares republicanos se dieron la vuelta. Allí estaban los enviados por el ejército nacional a buscar a la amante del capitán. El oso hormiguero se puso de pie con una extraña fiereza.
Los dos representantes del ejército nacional se quedaron anonadados ante la presencia del magnífico animal, dejaron sus armas y se acercaron a él.

−Es que hemos estudiado zoología, saben −dijeron mientras acariciaban al oso hormiguero, que les sacaba la lengua.

Los dos militares republicanos y la amante se miraron. La mujer hizo un gesto como de vámonos de aquí. Salieron sigilosamente mientras los militares del frente nacional examinaban al oso hormiguero. Llevaban un rato y suavemente dijo el capitán:

−Aquí mando yo. Vamos a volver a por el oso hormiguero.

−Es usted un ordenador asqueroso. Todos ustedes, como mi amante, el capitán Cifuentes. Estoy harta de tanta orden −y se fue ella sola por otras ruinas.

El miliciano miró en la dirección de la mujer y luego a la del capitán.

−Pero, capitán, la ha dejado marchar, era nuestra única manera de salir de aquí.

−Yo no me voy de aquí sin mi oso hormiguero. Vamos a rescatarlo, es una orden.

−¿Sí?  ¿Cómo? ¿Sin armas?  Sin armas, sin armas, ¡¡¡ si esto está lleno de piedras !!!

−Coja unas cuantas, nos acercamos y derribamos a esos mequetrefes.

Llegaron sigilosamente y el capitán dijo:

−Lanza las piedras como en la petanca.

Lanzaron las piedras como en la petanca y se los cargaron. Gritaron los dos militares republicanos al unísono: ¡¡¡¡¡Viva la petanca!!!!!

La petanca nunca falla y se acercaron y el oso hormiguero saltaba de gusto... El oso hormiguero, que era muy listó, olfateó una salida y salieron. Cuando salieron, gritaron:

−Viva la república…............................................y viva la petanca.


Relato de María

Venancio había venido a casa con una bandera extraña. Dos bandas rojas, una amarilla en el centro y el dibujo de un águila. Venía muy acalorado, como si hubiera hecho algo malo. Fue directo a su habitación y salió a los cinco minutos, con otra camisa, azulona, que yo nunca le había visto.
−¿Qué llevas en la cara? ¿Has comido cerezas? –le pregunté sin demasiado interés. Pero él me miró fijamente y se tocó la mejilla. Sin decir nada, se levantó y fue a lavarse.
No parecía el mismo. Ni siquiera me había dado un beso al entrar. Ni me había preguntado qué había hecho de comer, ni se había puesto las zapatillas. Y eso siendo un joven de rutinas hechas, muy de costumbres fijas, además de ordenado, ordenador.
−¿Te ocurre algo, hijo?
Siguió sin decir nada. Tomó apenas dos cucharadas de sopa y se levantó a mirar por la ventana.
−¿No vas a querer más? He preparado rodaballo, de segundo. En salsa, como a ti te gusta.
−Madre, ¿es que no sabes lo que está pasando?
Volví mi cabeza hacia la bandera extraña que él había dejado cuidadosamente doblada sobre el aparador. Le toqué la camisa y acerqué mis lentes al bordado de un bolsillo, unas flechas a las que cruzaba una especie de aparejo de labranza.
−¿Has ido de compras? ¿Ya no quieres que te compre yo la ropa?
−Eres una absoluta ignorante –exclamó dándome la espalda.
−¿Cómo te atreves a hablarme así?
No parecía mi hijo. Si su padre hubiera vivido no le habría consentido usar ese tono conmigo. Ni siquiera se disculpó. Abrió la puerta de la calle y salió dando un portazo.
Me asomé al cristal y le vi alejarse. Al fondo de la calle, otros jóvenes vestidos con la misma camisa fueron a su encuentro. Uno de ellos le dio una pistola. Él se la escondió dentro del pantalón.
¿Mi hijo, un pistolero? Me puse una chaqueta y salí a la calle. Algo ocurría y debía enterarme. La radio llevaba unos días estropeada.
En las calles la gente caminaba deprisa, como si huyeran de algo. No me atrevía a preguntar hasta que vi al empleado de la charcutería quemar la bandera de la República. Empecé a comprender que la cosa iba de banderas: la que había traído mi hijo debía ser la que había antes. Oí un disparo; luego, un grito de mujer; a continuación, otro disparo. Tuve miedo.
−¿Qué es lo que ocurre? –pregunté al charcutero.
−Estamos salvando España, señora Marta –y no me explicó más porque sonaron más disparos y se fue a ver.
Tuve miedo. La casa de mi hija no quedaba lejos. A pesar de ello, no había puesto los pies allí desde que se había ido a vivir con un hombre casado. Y no era que no pudiera yo perdonar eso, pero ese hombre había dejado a su esposa estando embarazada; la mujer había muerto al dar a luz y él había abandonado al niño en un orfanato. Eso sí era imperdonable.
Llamé a su puerta y abrió el mal hombre. Iba sin afeitar y olía a sudor rancio. No comprendía a mi hija. Ella era hermosa, inteligente, se habría casado con quien hubiera querido.
−¿A qué has venido? –me preguntó rudamente sin dejarme traspasar la puerta. Me molestó que me tuteara. A una señora de mi edad se la tiene que tener respeto.
−¿Está Graciela?
−Eso a ti no te importa –dijo cerrando la puerta; pero antes de cerrar del todo me preguntó:
−¿Tú de qué lado estás?
No entendí bien la pregunta pero le contesté sin dudar:
−Del de mi hija.
Sonrió y acercó su nariz de oso hormiguero hasta casi rozar la mía. Contuve el impulso de echarme hacia atrás.
−Pues tu hija ha recibido un balazo.
Un instinto que ya creía perdido me impelió a empujar al hombre para traspasar la puerta. Mi hija herida. Mi hija tiroteada y en su casa, sin un médico atendiéndola. Mi niña desangrándose quizá. Su pareja me empujó hacia fuera.
−No insistas. No puedes hacer nada.
−¿Está muerta? –pregunté con un temblor en la voz.
−No. Aún no.
−Tengo que entrar. Déjeme pasar, maldita sea.
−Espera aquí.
Cerró la puerta y me dejó al otro lado, con una congoja que apenas me permitía respirar. Le oí caminar por la casa. Luego silencio. Como no volvía comencé a aporrear la puerta.
−Graciela, Graciela −grité.
Oí de nuevo los pasos del hombre, esta vez corría.
−Calla –susurró al abrir− ¿es que quieres que vuelvan y la rematen?
−¿Qué vuelvan? ¿Quiénes?
−El hermano de Graciela y sus compinches. Ha sido tu hijo quien ha disparado a su hermana en el pecho. Ha perdido mucha sangre. No pasará de esta noche. Y aún hay más: ella no quiere verte. No quiere volver a verte por nada del mundo.
A pesar de la altura del hombre, que en su estatura parecía una jirafa, le asesté un pisotón con el alma y logré empujarle y hacerme un hueco. Me colé en la casa y corrí buscando a Graciela. La encontré enseguida, tumbada sobre una cama. Reconocí las sábanas, yo se las había bordado con sus iniciales, GPS, para cuando se casara. Estaban manchadas de sangre rojísima que contrastaba grandemente con la palidez de su rostro.
Supe que se moría. Y no sabía qué dolor era más grande, si el de su muerte o el de saber que su propio hermano había sido el asesino. ¿Acaso la había disparado por un móvil pasional? ¿Era una venganza por habernos dejado? Él la había echado tanto de menos, todos los días desde que se marchara la había nombrado. ¿En qué andará Graciela? ¿Qué será de su vida? Y yo le mandaba callar. No la nombres, le decía, ella ya no es hija mía. ¿Cómo se pueden decir esas cosas, siquiera nombrarlas? Nunca antes en toda mi vida me había sentido tan madre de Graciela como en aquellos momentos. Ahora era a mi hijo a quien no podía perdonar.
El hombre no hizo nada excepto mirarnos. Creo que lloraba en silencio. Tal vez la amaba mucho. Nunca había pensado en ello, ese hombre podía amar a mi hija tanto como nosotros lo habíamos hecho. No podía asociar el amor a aquel energúmeno, no podía ponerle un corazón a esa especie de escarabajo de la patata que abandonaba esposas y recién nacidos. Pero lloraba, ahora le oía mejor, sollozaba como lo hacen los hombres que nunca lloran.
Graciela murió sin llegar a abrir los ojos. Si era verdad que no quería verme, no tuvo que hacerlo. Abrí el armario, saqué sábanas limpias, las cambié con su cuerpo encima, le limpié bien toda la sangre, le arreglé el cabello, le crucé las manos sobre el pecho, y abandoné la casa.
Fui en busca de su hermano. Me crucé con un joven vestido como él y supuse que le conocería. Me envió a la Iglesia Parroquial.
−Pero no vaya, señora. Estarán muy ocupados preparando la ofensiva contra los rojos.
Entré en la Iglesia y me dirigí al fondo, a donde se oían voces exaltadas y varoniles. Estaban cantando algo. Su hermana muerta y él, cantando. Graciela asesinada de su mano y él, cantando. Cara al sol con la camisa nueva…
Llegué hasta él y le abofeteé con el alma delante de todos.
−Mátame a mí también. Mañana por la mañana no quiero que salga el sol.
 R