viernes, 16 de diciembre de 2011

El jefe y la azafata

PREMISAS

Envidia de la juventud
Postal desde el Polo Norte
Una azafata preguntona
Pavo real
La casa del jefe
Tormenta de verano
Sombras conocidas
Un maniático de la limpieza
Escape de gas
Medir cada palabra
Mensaje en el vaho del cristal
Un sonámbulo
Mi refugio

RELATO DE EL BULLIT

“Cuando hablamos deberíamos medir cada palabra y no dejarnos llevar desbarrando y soltando todo lo que nos viene a la cabeza, como si de un escape de gas se tratara.”

Eso decía un sonámbulo con el que me crucé una noche cuando volvía a casa, a mi refugio, frustrado, después de haber salido de noche y sentir envidia de la juventud, envidia de su energía, envidia por haber perdido la mía, la juventud, la energía y la capacidad de disfrutar de nada. Pero mi refugio es frío, gélido, triste, sólo falta hielo para parecer una postal del Polo Norte. Pero también está el otro extremo, el callar, el callar todo, hasta lo que hay que decir, siempre, siempre callar, callar las emociones, reprimir lágrimas, no expresar nada, no contarle nada a nadie de los pequeños y grandes problemas del día a día o de la vida. Esto hace que llegue un día en el que la persona reviente de repente como una tormenta de verano.

La siguiente mañana desperté y me puse a limpiar la casa, como un poseído, he de reconocer que soy un maniático de la limpieza. Cuando todo estaba recogido, lavado, fregado y ordenado, sentí cierto orgullo, estúpido narcisismo reflejo de la baja autoestima que hacía que hinchara el pecho como un pavo real. Sólo me quedan las ventanas, me dije jactándome.

Sonó el teléfono, era mi jefe. “Hay un problema en el sistema y tenemos que volar a Madrid, pásate por casa.”

El pecho se deshincho al instante. Domingo y trabajar, una vez más el pelele, el que no sabía decir no, nunca, jamás.

Preparé una pequeña bolsa y acudí a su casa. Según llegaba podía adivinar quién andaba por el salón y quién por la cocina a través de las ventanas. Tantas veces se había repetido la misma historia que se me hacían conocidas las sombras de su mujer, sus dos hijos mayores, su niña y la de él mismo claro.

Sentados en el avión, se acercó una azafata. ” ¿Está todo bien? ¿Necesitan algo? ¿Un té o café? ¿Alguna cosita para picar tal vez? ¿Qué vuelan por trabajo o por placer?

Hola, señorita. Yo soy Eduardo y no vuelo por placer ni mucho menos. Este es el Sr. Arrese, bueno, de señor tiene poco, es mi jefe. Lleva tres años explotándome, y pagándome un sueldo irrisorio. Mire, hoy domingo vamos a Madrid porque hay un problema en el sistema, probablemente me sentaré delante del ordenador durante todo el día y hasta bien entrada la madrugada, mientras él habla por teléfono diciendo a todo el mundo que ya está casi solucionado y sacándome de quicio, porque no hay quien lo aguante. Es un prepotente, un dictador y un gilipollas, se ausentará de cuando en cuando para charlar con colegas mientras toman un café y no se dignará ni siquiera a ofrecerme uno mientras yo sigo delante del ordenador. Usted si podría traerme un café, ¿verdad señorita? 

La azafata fue a por un café y el jefe estaba tan confuso que no era capaz de abrir la boca. Volvió la azafata con el café y una sonrisa nerviosa en la cara.

Tenga, señor.

Eduardo, por favor –contesté con placer, ese placer que hacía tiempo que no sentía.

Con el calor del café recién tomado exhalé el aliento a la pequeña ventana del avión, le di un codazo a mi jefe mientras levantaba mi dedo corazón cerrando el resto del puño y escribí bajo su atenta mirada.

Dimito. 

RELATO DE MARÍA

Mi refugio de madera junto al mar ha quedado destruido tras una tormenta de verano. Al llegar, todo estaba reducido a escombros, no quedaba nada en pie y los pocos enseres que había han quedado sepultados entre las vigas. Pese a haber disfrutado en aquel lugar de largas y productivas horas de creación literaria, no me ha importado perderlo. Hace tiempo que ya no escribo, he perdido la inspiración, y no he sabido darle al refugio ninguna otra utilidad.

No he acudido al lugar para regodearme en la destrucción, ni para soltar una lágrima de añoranza, sino para recuperar una postal desde el Polo Norte, enviada hace más de treinta años por mi novia de entonces, la única mujer que estoy seguro de haber amado, y que murió dos días después, sepultada por un alud.
Tras infructuosos esfuerzos por levantar a pulso las vigas, he decidido gastar mis exiguos ahorros en una grúa y un par de operarios. Ha sido en vano. La postal ha desaparecido, quizá se la ha llevado alguna ola gigante el día de la tormenta. He pagado los jornales y la grúa y me he quedado sentado en el antiguo porche con la sensación de haber perdido la evidencia de un amor que aún siento, un sentimiento tan abrumador y constante, que me ha impedido entregar mi corazón absolutamente a nadie durante más de la mitad de mi vida.

La conocí en un avión, ella era la azafata. A mitad de vuelo, cuando todo el pasaje se encontraba dormitando, ella se me acercó con curiosidad. Quería saber dónde diablos había comprado un maletín verde con ribetes dorados, de una marca que ya no recuerdo. Me hizo gracia la pregunta, y sin dudarlo le dije la verdad. Lo había robado en casa de mi jefe, un magnate de la prensa, únicamente para fastidiarle. Me preguntó si acaso no podría preguntarle a él dónde podría conseguir uno igual. La miré incrédulo. Pretendía que me autodelatara, que arriesgara mi empleo por un capricho. Le dije que haría lo posible en cuanto llegáramos a la terminal, sin ninguna intención de cumplir mi promesa, únicamente para zanjar el tema.

Al descender del avión me guiñó un ojo con complicidad. Y fue entonces, lo juro, cuando me enamoré perdidamente. No antes, durante el interrogatorio, a pesar de que se sentó a mi lado y me mostró sus preciosas rodillas. Ni al levantarse, dedicándome aquella sonrisa angelical y perversa al cincuenta por cien. Fue al guiñarme el ojo que mi corazón se aceleró, los sentidos hincharon mi pecho como un pavo real, y resbalé por la escalerilla.

Una doble fractura de cadera me dejó hospitalizado en Copenhague, una ciudad que desconocía y en la que pensaba pasar sólo una noche. Tardé varos meses en abandonarla, y ella venía siempre que podía a visitarme, únicamente para recordarme lo del maletín, mi salud le importaba un carajo.

De no haber caído por la escalerilla del avión, le hubiera regalado mi maletín. Pero ahora sabía que si lo hacía, ella dejaría de visitarme, y yo, tres semanas después del accidente, sentía que ya no podría vivir sin ella.

Los médicos me avisaron de que, si la evolución seguía siendo tan favorable, recibiría el alta en una semana. La rehabilitación podría hacerla en mi país natal. Aquello, en lugar de alegrarme, me dejó sombrío y abatido. No la volvería a ver. De modo que urdí mi empeoramiento, me hice pasar por sonámbulo, y me volví a caer por otras escaleras.

Tres meses más tarde ya dominaba el danés, y ella seguía viniendo. Siempre del mismo modo: primorosamente vestida, con el cabello recogido y su espléndida nuca incitándome al beso que nunca me atreví a darle. Saludaba, me besaba levemente las mejillas y se dirigía al armario que una empleada maniática de la limpieza dejaba como los chorros del oro, y donde se encontraba mi maletín, sin una mota de polvo, brillante y reluciente. Mi azafata lo tomaba entre sus manos, lo pesaba, le daba vueltas, lo olfateaba y finalmente lo besaba y lo colocaba en su lugar. Tras ello, un breve diálogo, generalmente sobre el tiempo o la actualidad, y su despedida, otros dos besos.

Un día reuní el valor de preguntarle qué era lo que le fascinaba del maletín. No lo había hecho antes por temor a que ella se molestara y dejara de venir, una posibilidad que me aterrorizaba. Ella se sorprendió de la pregunta y frunció el ceño. El corazón se me salía del pecho, dispuesto a pararse si ella, enojada, abandonaba la habitación. Pero no se marchó; carraspeó profundamente y comenzó su explicación midiendo cada palabra, escogiendo cada frase.

No pudo terminar. Los ojos se le llenaron de lágrimas y abandonó la habitación a toda prisa, avergonzada, y yo lamenté profundamente haber osado preguntarle. A pesar de no terminar del todo su explicación, logré entender el motivo de su adoración por mi maletín. Uno exactamente igual había pertenecido a su novio, el único hombre que ella había amado, y que murió violentamente en un escape de gas en que quedó pulverizado también su maletín junto al resto de sus cosas.

Estuve dos semanas postrado, en vilo por si ella regresaba, sintiendo los celos más atroces que se pueden sentir por aquel cadáver destrozado que había sido su novio, desesperado por si ella no volvía. Pero volvió.

Una tarde de septiembre, cuando a mí me quedaban apenas tres días de hospitalización, una sombra conocida entró en el cuarto. Ella llevaba el pelo suelto, una cinta en la frente, ropa de colores y muchos abalorios. Me costó reconocerla pero su cambio de imagen no alteró ni un ápice mis sentimientos.

Me contó que se iba al Polo Norte, en una expedición de denuncia contra la matanza de focas, con un grupo de amigos. Le dije una estupidez, que sentía envidia de la juventud que ella derrochaba, pese a que yo entonces también era joven, unos cinco años más que ella. Le dije eso en lugar de pedirle que se casara conmigo, en lugar de ofrecerle mi casa, mi patrimonio, y todo el afecto desbordado que acumulaba desde hacía meses.

Me quedé callado, buscando atropelladamente alguna manera de retenerla a mi lado, no quería que se marchara, ni al Polo ni a ninguna otra parte. Como su aspecto indicaba que había sucumbido al hipismo que ya estaba de capa caída en casi todas partes, le hablé de mi refugio junto al mar, de que lo había hecho yo con mi manos, de las maravillosas puestas de sol que se veían desde allí, del contacto con la naturaleza. Se quedó encantada y por un momento soñé que se quedaría conmigo, pero únicamente me pidió la dirección por si alguna vez le daba por querer volver a verme. Antes de marcharse me pidió permiso para usar el baño. Oí el sonido del agua y la imaginé resbalando sobre su cuerpo desnudo. Tuve una erección justo en el momento en que la enfermera del turno de tarde venía a ponerme el termómetro. Ella sonrió pensando quizá ser la causa. Pero, al escuchar el sonido de la ducha, se enfadó, esa visita no estaba autorizada a utilizar las instalaciones, dijo, y se fue a aporrear la puerta del baño. Ella salió y la enfermera la echó a empujones, haciendo caso omiso a mi indignación. Ni siquiera pude despedirme. Nunca la volvería a ver.

Me encerré en el baño a llorar sin testigos. Y fue entonces que descubrí su mensaje en el vaho del cristal de la mampara del baño. Decía: TE AMO. ME HAS CURADO. GRACIAS.

Me escribió aquella postal desde el Polo Norte dos días antes de morir. En ella me prometía un encuentro futuro y una vida juntos en el refugio. La postal ha permanecido treinta años en mi refugio, entre dos páginas de mi primera novela, que le dediqué a ella póstumamente. Ahora se la ha llevado el mar.

Perder la postal para siempre supone una revelación. Con casi sesenta años, no me apetece seguir viviendo. Una vida sin amor, con un amor que yace congelado en el Polo y sus palabras ahogadas en el mar, no merece la pena. Voy a su encuentro, como la poetisa Alfonsina Storni, voy a buscar mi postal en el fondo del mar.


 

jueves, 24 de noviembre de 2011

Relatos de Noviembre

PREMISAS


Una persona joven que renuncia a ser artista al reconocer que no tiene talento
Un cascabel
Noche cerrada
Dos besos (pero no al mismo tiempo)
Un cerrojo que no se puede abrir
Una cabeza de ajos
Una mala noticia
Un campo de fresas
El último de mi vida
Carcajada triste
Hasta la campanilla
Un banderillero
Un seiscientos

RELATO DE JAVIER GALLEGO

Sangre cruda 

−Una cabeza de ajos- le dijo seriamente Naiara.

−¡Una cabeza de ajos!- exclamo Raúl - ¿De qué me estás hablando?

−Lo que has oído. Debes llevar una cabeza de ajos contigo para evitar que te ataquen los vampiros.

−¿Vampiros?  –Raúl enfadado se levantó echando la silla hacia atrás bruscamente y lanzando un billete de cinco mil pesetas sobre la mesa–. Este va a ser el último billete de mi vida que cae en tus manos, timadora. ¡Te voy a denunciar!

Raúl abandonó la consulta de la vidente completamente enfurecido y pensando en lo idiota que había sido al acudir a ella porque le llamó supuestamente para darle una mala noticia. “Tras la última consulta soñé con el color rojo de un campo de fresas y escuché tú voz, era una carcajada triste. El campo de fresas representa la sangre”
Por mucho que intentara tranquilizarse los sentimientos encontrados bailaban en su mente. La confianza que había depositado en ella durante tanto tiempo, aquella consulta en la que llegaron a darse un beso apasionado y a punto estuvo de enamorarse. Y ahora le salía con la historia de los vampiros. Pensó que Naiara había perdido la cabeza,”la cabeza de ajos”, volvió a recordar.

Se dirigió a su coche, un viejo seiscientos; saco las llaves del bolsillo, tenía un pequeño llavero del que colgaba un cascabel. Metió la llave en el cerrojo y se sorprendió al no poder abrirlo. Pensó en voz alta: ¡Lo que me faltaba! Ahora este jodido coche va a tocarme… 

Una joven de unos veinte años estaba a unos pocos metros:

−Gatito, gatito… dónde te has metido. Gatito… llevo días buscándote - al escuchar el tintineo del cascabel se acercó hacia Raúl.

−Hola, ¿ha visto un pequeño gatito por aquí? – la dulce y tierna joven enroscaba un mechón de su cabello con su dedo índice.

Raúl olvidó por un momento a Naiara y al coche.

−Aquí no, pero en el parque de Zabalarreta, donde yo vivo, anda un gato al parecer perdido −mintió Raúl− ¿Quieres que te acerque en mi coche? 

Ella asintió, la cerradura se abrió sin ningún problema y Raúl ya estaba tramando seducirla. Cuando llegaron al parque la noche ya estaba cerrada. Buscaron durante poco tiempo y Raúl sin pensarlo dos veces la agarró de la cintura y la besó. Pero de repente vio cómo sus ojos se transformaban y adquirían un color grisáceo casi blanco, de su boca salían cuatro colmillos.

 −¡No! −exclamó Raúl. Pero ya era tarde. Los cuatro colmillos se le clavaron en el cuello y brotó la sangre como cuando un banderillero clava a un toro. Ella sintió la sangre dulce hasta la campanilla y la tragó con mucho placer.

−¿Por qué me has hecho esto?

−No te lamentes, acabo de hacerte un favor. ¿Cómo es tu vida? ¿Eres lo que querías ser?

−No. A tu edad mi gran sueño era ser actor y renuncié a ello porque no tenía talento

−Ahora no tienes edad y puedes ser lo que quieras.


RELATO DE MARÍA

Patricia, mi mujer, se parecía a una cabeza de ajos. Me lo sugerían los colgajos de piel seca de su rostro, que no acababan de desprenderse. Para completar la imagen, a la redondez natural de su cabeza, que recordaba a una sandía, se unían en aquel momento el abotargamiento que le ocasionaba la enfermedad y una palidez extrema. No hacía tanto tiempo sus mofletes colorados me habían parecido un campo de fresas.

Yo tenía poco más de treinta años y me veía obligado a cuidar de ella para el resto de su vida que probablemente sería también el resto de la mía. Su enfermedad no era mortal, sino invalidante, quedando el cuerpo en poco tiempo en importante atrofia pero sano y vigoroso, inteligente y sin habla.

Ella deambulaba al principio por nuestra casa, regalo de sus padres, afortunadamente de gran amplitud. Pronto llegó el día en que ya no pudo caminar, ni utilizar las manos, y tuve que hacerme cargo de todas sus necesidades. Como yo no tenía trabajo, no podía contratar a nadie para ayudarme, y nunca podría trabajar mientras durara esa carga tan pesada que me estaba asfixiando y que había comenzado apenas diez meses después de casarnos. Nuestra boda se había celebrado a toda prisa por culpa de embarazarse ella.

No supe que mi suegro era un mafioso extremadamente peligroso hasta el día de mi boda con una niña que conocía desde hacía apenas tres meses y de la que ni siquiera había podido encariñarme. Conservador sí sabía que era a juzgar por lo mucho que le había afectado que yo ultrajara a su única hija. El beso de mi suegro al iniciarse la ceremonia sería el último de mi vida que me parecería normal en aquella familia política. Un cura nos declaró marido y mujer con el gesto de un banderillero, y nos ensartó que aquel lazo no debía romperse jamás.
 
El padre de Patricia me regaló sarcásticamente un seiscientos. Era su forma de decirme que yo no era bienvenido en la familia para que me cuidara de intentar acercarme al clan y medrar en su seno, como hacían casi todos a su alrededor. Yo, que hasta ese momento era un despreocupado chaval que vivía a los treinta igual que a los veinte, y estaba empezando a considerar ridícula la idea de convertirme en actor profesional debido a mi evidente falta de talento, supe de golpe, en menos una semana, que iba a ser padre, marido y segundón ninguneado para el resto de mi vida.

Patricia entonces se enfrentó violentamente a su padre. Mi suegro se disgustó tanto que, cuando ella enfermó, se desentendió por completo no sin darme claramente a entender que a mí ni se me ocurriera hacerlo. Esa fue la segunda y última vez que él me besó

Cuando Patricia dejó de caminar, la recluí de forma permanente en un cuarto. No el mejor de la casa, tampoco el peor, sólo el que me resultaba más cómodo para poder ocuparme con autómata indiferencia de lo mínimo que ella precisaba para seguir viva. De cuando en cuando, generalmente al anochecer, se oía alguna carcajada triste. Terminé acostumbrándome.

Una noche cerrada me despertó con insistencia el sonido de la puerta. Antes de abrir, llevé mi mirada hasta la campanilla y vi a mi suegro. Fui torpe y él también me vio. Me urgió a abrir de inmediato. Debía cambiar a Patricia de habitación o su padre la encontraría en un cuarto sucio y en un estado físico incierto para mí, pues no la examinaba desde hacía semanas. A la entrada del cuarto había colgado una máscara antigás de cuarta mano para mitigar el intenso olor a orina y heces. Antes de entrar allí, nunca olvidaba ponérmela.

La mala suerte y mi desidia, a partes iguales, fueron los causantes del desencajamiento de la puerta en el momento más inoportuno. Como consecuencia, el cerrojo se había atascado y yo no podía descorrerlo, no tenía fuerza suficiente. Abrir aquella puerta me costaría lo mío y mi suegro no cesaba de tocar la campanilla.

Desistí de abrir entonces y opté por inventar algo que explicara su ausencia: le dije que había enviado a Patricia a pasar unos días con mi madre. No coló sin embargo y, ante la creciente ferocidad de su mirada, quise cambiar de mentira, pero yo no estaba inspirado y sólo se me ocurrió decirle lo que seguramente deseaba en lo más profundo de mi ser: que tenía que darle una mala noticia, su hija había fallecido pero, por no importunarle, por no querer molestarle con asuntos de tan poca importancia, aún no había encontrado ocasión para comunicárselo.

Mi suegro se quedó inmóvil durante larguísimos instantes clavándome su mirada de serpiente de cascabel. Luego intentó estrangularme mientras me acusaba de haberla asesinado y me exigía ver el lugar donde estaba enterrada.

Le dije que la había quemado y que había esparcido sus cenizas, y que su cuerpo había acabado infecto de llagas purulentas, en una larga y dolorosa agonía. Logré que se me humedecieran los ojos y mi suegro retiró definitivamente las manos de mi cuello. Tuve la osadía de hacerle un reproche, le aseguré que ella había muerto llorando por verle y le recriminé convincentemente. ¿Dónde diablos estaba usted?

Aquel golpe de efecto terminó el asunto. Mi suegro me palmoteó el hombro, me dio un abrazo −sin besos− y me sacó para siempre de aquella casa solitaria.

No he vuelto jamás. La casa fue derruida años más tarde, mucho después de que mi suegro muriera. Nadie encontró huesos, tampoco los buscaban. Yo había heredado el puesto de mi suegro y convertido en nuevo capo. Se tapó el asunto para siempre.

Pero todas las noches, sin faltar una, me la encuentro. Ignoro si es sueño o realidad, pero sigue siendo como si aún viviera con ella. He acabado sintiendo que nunca podré dejarla, o mejor, que ella nunca ha querido dejarme. Así, hasta he aprendido a quererla.


viernes, 11 de noviembre de 2011

PELEANDO

PREMISAS

Una pelea
Un polvo
Un barco que se hunde
Una mochila abandonada
Se estropea el coche
Establo
Máquina de coser
No hay huevos
Pericia
Albricias
Caricias
Una mujer depilándose
Un puñado de ceniza
Un cuchillo manchado
Una muerte dulce

RELATO DE MARNIE LA LADRONA

Hoy no he podido arrancar el coche pero no le he dado ninguna importancia, no tenía ningún sitio en concreto al que ir y he decidido caminar y adentrarme en calles estrechas, no cartesianas, que todavía desconozco, arrastrando mi soledad.

−¡Albricias! −se me escapa en voz alta.

A través de una pequeña ventana puedo ver una mujer en su pequeño apartamento, desnuda, rolliza, con la piel blanca y el rostro sonrojado, los labios entreabiertos, húmedos y el sexo depilado.
El rostro sonrojado y los labios húmedos… logro esconderme para poder seguir admirando su belleza.  Enciende un cigarro y el humo e incluso la ceniza que cae me sugieren tal armonía que podría morir en ese mismo instante. Sería una muerte dulce.

Pero de súbito aparece en mi mente la idea de ir a por ella. Algo extraño me está pasando porque nunca he actuado de esa manera. Me siento como un potro salvaje que no puede salir de su establo a un verde prado repleto de yeguas en celo.

No hay huevos –me digo a mí mismo. Pero el impulso es mayor. Sin apenas darme cuenta veo que me estoy acariciando. No puede ser.

Doy la vuelta a la esquina, sigo una estrecha calle unos metros y sigilosamente entro en el portal. Miro atrás varias veces, nadie me ha visto, subo hasta su puerta y la encuentro abierta. Entro sin vacilar. La entrada de la vieja casa está revuelta como si hubiera habido una discusión o pelea.
Por un lado del pasillo aparezco en el salón y encuentro a la mujer en el suelo con un cuchillo manchado de sangre a su lado.
−¡NO! −grito de espanto.
Escucho unos pasos –“¿quién anda ahí?”– grito.

Los pasos son más rápidos, cruje el suelo de madera, salgo corriendo y veo una silueta de hombre cruzando la puerta de la casa. Corro hasta el vano de la puerta del portal, miro a un lado y a otro y no lo veo. No he podido alcanzarlo.

Me dirijo hacia arriba y veo en el portal una mochila abandonada. Una vieja mochila, raída, grande, la abro y veo una máquina de coser.

No entiendo nada.

Subo arriba y voy corriendo al salón. Me arrodillo ante ella

−Gracias −dice ella cogiendo mi mano.

¡Está viva!

−¿Qué ha ocurrido? −pregunto inquieto.

−Quería arrancarme la piel.

Me mira con tal dulzura que quedo embelesado. La sujeto entre los brazos.

−Me siento flotando como en un barco, un gran barco que no se hundirá nunca −me susurra.
Estoy enamorado.


RELATO DE MARÍA

A pesar de espicharla por una pelea, y de permanecer una semana debatiéndose entre la vida y la muerte, mi primo Paco disfrutó de una muerte dulce, completamente a su gusto. Había pronunciado sus últimas palabras antes de llevarse una somanta de hostias más o menos asumibles, con la excepción de la patada que le había aplastado los pulmones. Su última mirada, sin embargo, cierto que fue para mi hermana, una chiquilla de quince años que todo cristo menos yo percibía ya como mujer. Si se tenía que quedar con el primo a velar su agonía, dijo ella, entonces no le daría tiempo a depilarse. Pues hazlo aquí mismo, le dije yo. Ella miró al primo de refilón. En aquel momento presumiblemente dormía. ¿Y si se despierta? preguntó. Imposible, dije yo, está casi muerto.

Ella no dijo nada, sacó su kit de depilación a la cera, y me cerró la puerta en las narices. Pero yo había instalado una webcam en la habitación, directamente conectada a mi ordenador, no para espiar a mi hermana, sino para vigilar el estado de mi primo mientras me entretenía jugando a los Sims. No pasaba nada, era mi hermana, no una piba de la calle, y una cría además, una nena depilándose las pantorrillas con escasa pericia.

Lo de las pantorrillas fue al principio, porque pronto se subió la falda y se dejó los muslos suaves como el terciopelo. Finalmente, horror de los horrores, pude comprobar que mi hermana ya no era una niña, a juzgar por la delicada visión de su sexo en flor, al que aplicó por los costados unas bandas más estrechas de cera. En aquel momento mi primo abrió los ojos de par en par y, con las exiguas fuerzas que le quedaban levantó el brazo para señalar aquella aparición celestial con su dedo índice. Aquel último esfuerzo le costó la vida, pues expiró a continuación, pero yo me alegré por él, aunque hubiese profanado la inocencia de mi hermana, tuvo la muerte que todos deseamos en el fondo. ¿Quién no ha soñado morir echando un polvo? Aquello de algún modo se le parecía.

Mi hermana no se dio cuenta de que el primo ya no respiraba. Ella estaba a lo suyo, muy concentrada, con la punta de la lengua asomando por sus carnosos labios. Y yo, en honor a mi primo, sometí a mi miembro a unas suaves caricias. Eros y Tanatos en el cuarto de al lado y yo meneándomela al ritmo de la machacona música del videojuego.

Aquel episodio me hizo reflexionar largamente. Por aquel entonces, yo apenas tenía dieciocho años, poco sabía de la vida, apenas nada del amor, y absolutamente nada de la muerte. Mi primo pasó en menos de veinticuatro horas de señalar con el índice el sexo de mi hermana a convertirse en un puñado de cenizas que recogió mi tía Paca entre sollozos.

Al regresar a casa tras la cremación, nuestro coche se estropeó, dejándonos tirados en medio de ninguna parte. Mi padre se cabreó conmigo por haber olvidado el móvil en casa, pero no le dijo nada a mi hermana por haber dejado que el suyo se quedara sin batería. Yo era el mayor, decía siempre. Estuve a punto de contestarle que ella era ya una mujer, pero preferí callarme. Mi madre no se movió de su asiento ni dijo una palabra. Mi madre no se alteraba aunque se hundiera el barco en que viajara toda su familia. Mi padre volvió a la carga. No había sido yo quien había estropeado el coche, sino precisamente mi primo, la tarde de la pelea, cuando empotró el cascado Seat de mi viejo contra el Mercedes de los que habían de matarlo. De ahí vendría la avería, sin duda, y mi padre me culpaba a mí, sin decirlo expresamente, por haberle dado al primo las llaves de su coche sin su permiso. Por eso  me envió a lo que parecía un establo y resultó ser un cobertizo lleno de trastos viejos entre los que el único aprovechable parecía ser una máquina de coser. No había nadie por allí y regresé hacia el coche cargado con la máquina de coser que dejó indiferente a mi madre pero hizo una enorme ilusión a mi hermana.

Albricias, dijo mi padre repentinamente. Siempre decía albricias cuando, según él, le sobrevenía una idea luminosa. Había encontrado en el maletero un cuchillo manchado. Yo sabía que era sangre seca, de mi primo Paco para ser exactos, de lo poco orgánico que quedaba ya de él. Mi padre debió atribuir a aquellas manchas ya marrones algún origen menos sentimental, pues refregó el cuchillo por su pantalón dispuesto a usarlo en el motor. Mi madre entonces salió de su mutismo, abandonó su asiento y, con un tono de voz seco que siempre acojonaba a mi viejo, exclamó:

No hay huevos de ir al pueblo a llamar a una grúa.

Mi padre me miró enseguida y yo emprendí el camino. Ocho kilómetros después me detuve a descansar. Frente a mí, a pocos metros, había una mochila abandonada. No estaba sucia y parecía nueva. La abrí, con un poco de suerte encontraría un teléfono y me ahorraría los siete km que aún me faltaban. No hubo suerte en ese sentido pero lo que hallé en su interior me hizo desear no haberla abierto nunca. Mi primo Paco descansaba allí dentro.

Saqué el cofre de las cenizas de mi primo, aún húmedo de lágrimas, lo coloqué en una piedra frente a mí y me quedé mirándolo como a un Zurbarán en el Museo del Prado. Quince minutos después, abrí la boca para preguntar. ¿Oye, Paco, tú entiendes algo?

Imaginé entonces que sacaba el índice de entre sus cenizas, no para señalar, como en su último gesto, pubis alguno, sino para hacerme un obsceno gesto de desprecio. ¿Mi tía Paca había tirado la mochila por la ventanilla? ¿Eran lágrimas de cocodrilo lo que había vertido sin descanso mientras su único hijo se reducía a menos de una quincuagésima parte de su volumen?

Llegué al pueblo dos horas después. En lugar de avisar a una grúa y a un taxi, tomé un autobús y volví a casa. No me importó dejar a mi familia tirada en medio de la nada. La noche era fría pero no me importó. Imaginaba a mis padres lanzando también mis cenizas por la ventanilla, incluso echándolas a un vertedero. Que les dieran.

A la mañana siguiente un pastor los encontró muertos dentro del coche. No habían muerto de frío sin embargo, sino de los humos del tubo de escape que mi padre por error habría dado la vuelta en su afán por arrancar el coche. Muerte ridícula que volvía grandiosa la de mi primo Paco.

En el psiquiátrico he contado esta historia un millón de veces, pero nadie me cree. Sobre todo porque un hombre que dice ser mi padre viene a verme todas las semanas, una mujer que dice ser mi madre le acompaña, y una joven que asegura ser mi hermana se pasa por aquí una vez cada dos meses. Son buena gente. Vienen para consolarme porque aún me siento culpable. Serán voluntarios de la Cruz Roja.