lunes, 27 de junio de 2011

Premisas al azar

Un personaje de más de sesenta años.
Un personaje de menos de quince años.
Un suicidio por un motivo poco corriente.
Un anillo extraviado.
Un montón de estiércol.
Un caballo blanco.
Una cabaña junto a un río.
Agua envenenada.
Una lengua desconocida.
Un bastón de oro.
Un mechón de pelo.
Una pequeña embarcación.
Una lanza.


RELATO DE SAIARA

La tarde estaba cayendo y Rowena comenzó a darse prisa. Su padre, Lord Hamilton, señor de las Tierras Doradas, regresaba aquella misma noche al castillo. Él le había prohibido alejarse más allá de las peñas blancas. Normalmente, Rowena obedecía a su padre, a quien veneraba y amaba, pero el sol de la tarde, cálido en aquellos primeros días de verano, le había puesto alas en los pies y le había incitado a caminar un poco más lejos, como un corcel que galopa por la verde pradera.

De pronto, se detuvo. Ante sí el camino se bifurcaba. Horas antes, cuando había recorrido el sendero a la inversa, no había visto ninguna bifurcación. Se quedó pensativa. El camino recto se perdía entre unas brumas aparecidas de la nada; el de la derecha ascendía por una empinada cuesta. Puesto que en el trayecto de ida no recordaba haber descendido en ningún momento, no lo dudó y se introdujo entre las brumas.

Un frío extraño, tenebroso, sustituyó a la cálida brisa estival. Rowena se frotó los brazos y aligeró el paso. La intensa niebla apenas le permitía verse los pies. Comenzó a correr. El viento ululaba entre los árboles. Oía el rugido de las ramas, aunque no podía verlas. Pero no había árboles en el camino de vuelta hasta su castillo, solamente verdes praderas, grandes extensiones de pasto salpicadas con pequeños arbustos en flor. Sin duda, había equivocado su camino.

Se dio la vuelta, pero ya el camino no se veía. El viento soplaba cada vez con más fuerza y el frío le penetraba en los huesos. Comenzó a caminar erráticamente, las zarzas arañaban sus brazos, y estropeaban su vestido. Un mechón de pelo quedó enganchado a un arbusto espinoso con tal fuerza que, en un desesperado intento por liberarse, sus finos y rubios cabellos quedaron prendidos en él.

Rowena comenzó a llorar. Apenas tenía catorce años, y hasta ese día su corta vida había transcurrido con placidez, sin ningún percance digno de ser narrado. Aunque su padre se ausentaba a menudo con motivo de la guerra que se libraba en el Norte, en el castillo estaban a salvo, en una eterna y aburrida paz. Ahora se sentía sola, perdida, aterida de frío, y sangrando por los múltiples rasguños que en su afán por regresar se había ocasionado.

Y de pronto, ante ella, como un consuelo a su aflicción, apareció una cabaña junto a un caudaloso río. Se detuvo ante ella sin atreverse a entrar. Era muy consciente de los peligros en los que una joven dama podía incurrir. Los extraños podían ser bondadosos o malvados. Pero no le quedaba otra opción, debía buscar socorro. Sin embargo, en un prudente gesto, se desembarazó del anillo que la identificaba como la hija del Señor del Castillo de las Tierras Doradas, y lo escondió en un montón de estiércol a pocos metros de la cabaña.

En el riachuelo, sujeta con una cuerda, había una pequeña embarcación. Tal vez debería utilizarla, y no correr ningún riesgo con los desconocidos habitantes de la cabaña. Pero, la corriente era muy fuerte y la embarcación muy frágil. Corría el riesgo de naufragar.

Se dirigió de nuevo a la cabaña y dio unos pequeños golpes en la puerta. Nadie salió a abrir, pero una voz profunda y cavernosa procedente del interior, exclamó:

Zapateriuk avernium. Avernium, sangüiju, ej.

No parecía la voz de un ser humano. Ni siquiera podía adivinar si pertenecía a un hombre o a una mujer. Quiso huir pero una intensa lluvia, un aguacero tan brutal que le lastimaba el cráneo, arreció repentinamente, y Rowena entró en la cabaña.

En un rincón junto a la chimenea, una vieja se afanaba junto a una olla. Ni siquiera volvió la cabeza a mirarla, ni emitió palabra alguna. Rowena la saludó, pero la vieja la ignoró por completo. La niña se acercó al fuego. La vieja movía los ingredientes y añadía nuevos alimentos al guiso, pero Rowena no reconocía nada de lo que echaba y el olor que despedía aquella pócima era nauseabundo, un hedor espeso a putrefacción. Se sentó cerca del fuego, necesitaba secarse. Con el agua de lluvia, la sangre de sus brazos se había esparcido sobre su blanco vestido mezclándose con el barro.

La vieja de pronto le tomó la mano. Miró a los ojos de la niña con una mezcla de espanto e ira, mientras señalaba la marca blanca en el dedo donde hasta hacía poco tiempo llevaba el anillo.

−Gui pellujum finiquitae aznaronim.

−No comprendo lo que dices –dijo Rowena levantándose. La vieja entonces se alzó a su vez, con una agilidad endiablada e impropia de la edad que aparentaba, y empuñó una lanza. La afilada punta, de un acero que brillaba como la luna, le presionó la garganta.

Rowena retrocedió, pero no llegó a alcanzar la puerta. La vieja la había arrinconado contra una pared y ahora apuntaba la punta de la lanza en el hueco de sus incipientes senos.

−Aznaronim, Aznaronim –aulló la vieja volviendo a señalar la marca blanca del dedo−. Rajoy aznaronim, aguirresa gallardonatam ritak barberoak.

Aquellas palabras sonaban como un conjuro, como un sortilegio maligno. Sin embargo, la pequeña habría jurado que años atrás había llegado a escuchar algo parecido, unas palabras en la misma lengua extraña, unas frases que dañaban como dagas, que marchitaban las flores, que ensombrecían el día y hacían temblar hasta los más aguerridos soldados de su padre. Unas palabras que hicieron lanzarse al vacío a su querida madre, cuando Rowena apenas contaba cuatro años.

Rowena gritó con toda la potencia de su pecho, y su voz se transformó en la ancha espada que contuvo el conjuro, y cuando la vieja se dispuso a atravesar su corazón con la lanza, el grito de Rowena se solidificó en el aire como un bastón de oro, y la anciana se desplomó muerta.

Rowena vio deshacerse los jirones de su vestido y en unos segundos se encontró completamente desnuda. Salió al exterior y el sol lucía de nuevo. Se acercó al estiércol y buscó su anillo con ahínco. Pese a introducir sus brazos y sus piernas en la inmundicia la blancura de su piel desnuda permanecía intacta. Por fin halló el anillo y, sin llegar a ponérselo, regresó con él a la cabaña. Se arrodilló junto al cuerpo de la anciana y le colocó el anillo en uno de sus dedos, uno en el que se apreciaba la mancha blanca que deja un anillo llevado largo tiempo. El rostro de la anciana se hizo bello. Tan bello como el recuerdo que conservaba de la hermosura de su madre muerta.

Rowena sintió sed y bebió del agua de la cabaña. Besó el rostro que yacía en el suelo y salió, sabiendo que no volvería a ver el día. La noche había caído, pero en el cielo despejado se contaban innumerables estrellas. Ya no había bosque sino una inmensa pradera.

Al amanecer, los hombres del castillo iniciaron la batida, pero fue el corcel blanco de la pequeña Rowena el que halló su cuerpo desnudo, pálido como la luna y sin el menor rasguño, yaciendo entre la hierba. Nunca se supo qué le causó la muerte ni se halló al culpable. Pero a la niña le faltaba el anillo de las Tierras Doradas y un mechón de su cabello.