martes, 20 de marzo de 2012

RELATO SOBRE UN DIVORCIO

PREMISAS
Una calle cortada
Unas tijeras de podar
Un puente que amenaza con derrumbarse
Unos días de sol a mediados de enero
Un guante desparejado
Un sueño interrumpido a media noche
Una carta devuelta que no ha llegado a su destino
Una canción cuyo final ha olvidado alguno de los personajes
Un viejo que llora junto a un contenedor
Un pintalabios que se usa para escribir

RELATO DE SERGIO
La calle estaba cortada. La gente se agolpaba tras el precinto policial. Placa en mano, me abrí paso, desbrozando el asfalto de jubilados y amas de casa en delantal, hasta llegar al epicentro de la curiosidad. Allí, apoyado en un contenedor un viejo lloraba desconsolado y no conseguía armar una frase ante la paciente mirada de un compañero en prácticas. En el suelo, una mujer de mediana edad (posiblemente su hija), de complexión delgada y pelo castaño, vestida con el uniforme de su pescadería, presidía un charco de sangre con unas tijeras de podar clavadas en el pecho. Un reguero de sangre y  un guante desparejado daban cuenta de que la mujer debía haber salido a la carrera desde el supermercado de la esquina en el que trabajaba como pescadera. Definitivamente se habían ensañado con ella; su cara era el mapa de un escarnio público y prolongado, finiquitado en plena calle  ante la atenta mirada de los vecinos y comerciantes.
El principal y único sospechoso era a todas luces su aún marido, J.R.B, varón de 52 años, moreno y de complexión fuerte, de profesión transportista; cocainómano y putero de vocación. La pareja había iniciado los trámites de divorcio hacía 3 meses. Casi la mitad de los allí presentes había visto con sus propios ojos cómo el pasado diciembre, en aquella misma calle, J.R.B. había jurado matarla si finalmente seguía adelante con el divorcio. Una patrulla lo había detenido media hora más tarde en el bar donde solía almorzar y él no había opuesto la menor resistencia. Había pruebas suficientes para enchironar al macho alfa de por vida. Era uno de esos casos que despejas en un par de días, tres a lo sumo, les das carpetazo y te devuelven la confianza en esta profesión tan proclive a la autocrítica.
Esa noche me metí a la cama sin hacer el amor con mi mujer. Caí dormido al instante mientras ella veía la televisión, y soñé que se me otorgaba la medalla al mérito por haber salvado la vida de una niña a la que habían hecho rehén en el asalto de un banco. En el preciso momento en que el teniente coronel me iba a clavar la insignia en el pecho, un pinchazo me proyectó fuera del sueño con la misma fuerza que el asiento de un caza expulsa a su piloto. Abrí los ojos sudorosos y presentí que mi corazón estaba fallando. Sudando e histérico desperté a mi mujer con estirones torpes.
-Lola, un infarto, esto es un infarto.
Mis siguientes 15 días en aquella habitación del hospital doce de octubre, fueron lo más parecido al infierno. En aquella inmensa blancura que me rodeaba, no encontraba motivo alguno para estar contento; alejado de mi trabajo y mi rutina, y con la sola compañía de Lola, las horas se me hacían eternas. Tras las visitas de los amigos y las canciones infantiles interruptas de mi nieta, llegaron las interminables siestas, las meriendas escuálidas y luego los talk shows de la tele. Las noches sin sueño eran aún más horribles que las tardes durmiendo, y las conversaciones insulsas habían dejado paso a silencios irreparables. La última semana fue especialmente dura; no tenía ganas de ver a nadie y la sombra de mi prejubilación agrió mi humor por completo. Las pocas palabras que Lola y yo intercambiamos fueron reproches o directamente gritos. Ella estaba convencida de que toda cambiaría una vez que volviésemos a casa.
A mediados de enero, me encontraba en casa, y con los primeros días de sol llegaron también las ganas de Lola de salir a pasear y socializarse. La alegría de Lola era un jarro de agua fría sobre mi destemplado ánimo, una afrenta imperdonable; la sonrisa hueca de un puta haciendo caridad.
Una mañana de febrero, Ángel, el cartero, tocó el timbre y preguntó por ella. Le dije que subiera, ya que mi mujer había salido a pasear con sus amigas y sonriendo le pedí que de ahora en adelante se dirigiera a mí como el amo de la casa. Me entregó en mano una carta certificada devuelta por franqueo insuficiente;
-Dígale a su señora, Don Mariano, que con la crisis las letras se pagan más caro, no sólo las de las casas, también las de las cartas, y aquí hay mucha letra Don Mariano, mucha letra.
Nos despedimos y rasgué el papel de esa carta destinada al buffet de abogados Uría y Menéndez. Era una solicitud de divorcio. Lola estaba pidiendo asesoramiento legal para saber cómo proceder en caso de que quisiera divorciarse. Entre líneas pude leer y comprender todos sus desmanes, sus lloriqueos y sus fugas repentinas; entre líneas pude adivinar que esa zorra me la estaba jugando.
Me vino a la memoria , la cara de J.R.B, detenido en aquel bar mientras almorzaba, ninguno de nosotros se había molestado en preguntarle por qué lo había hecho; puede que él, al igual que yo, hubiese soportado la humillación de ser ignorado como hombre, vilipendiado como marido y padre, marginado como tullido prejubilado; puede que su matrimonio, al igual que el mío, fuese un puente milenario que amenazaba con derrumbarse, y puede que él simplemente hubiese decidido no quedarse quieto en mitad de esa tragedia.
Corrí al cuarto de baño y saqué del cajón un pintalabios, el pulso me tembló en el primer trazo de la palabra puta, pero la fuerza de un hombre que está en lo cierto va más allá de su debilidad mental.

RELATO DE LASSIE

Me levanté de aquel sueño a media noche por aquel extraño ruido. Habían cortado la calle y, a juzgar por el ruido, parecía que la habían cortado con unas tijeras de podar.  El asesino estaba detenido en comisaría pero la declaración se había escondido en nuestra calle, parece ser, ¿dónde si no se iba a esconder?  ¿dónde pasaría más desapercibido que en nuestra calle donde está la biblioteca pública y la tienda de  discos? Cuando Mauricio, que así se llamaba el detenido, comenzaba a “cantar”, no se escuchaba nada, pero en cuanto hablaba de otra cosa, se le escuchaba perfectamente; en cuanto comenzaba a hablar sobre el asesinato, sonaba como una anti voz algo más profunda que el silencio que paralizaba a los presentes. El interrogador dijo que la historia había escapado de su cuerpo cuando fue detenido. Los guardias que lo detuvieron así lo confirmaban en un informe de más de doce páginas que nadie entendía.

La Policía trajo un ratón de biblioteca especialmente adiestrado en buscar historias perdidas. Lo trajeron encuadernado en un libro. Aunque era su día de fiesta, no le importó nada a Andreas Pickbill, que así se llamaba el pequeño roedor, le gustaban los retos. El pequeño Andreas estaba ya mayor, parecía un puente a punto de derrumbarse. Pero en cuanto recibió los rayos de una de las vidrieras de la biblioteca, acumulado de estos días de sol de mediados de enero, despertó un poco. Me siento como un guante desparejado, dijo. Entonces abrieron la puerta de la biblioteca y parecía haber recuperado la energía de sus años mozos. Entró raudo en la biblioteca.  Pasaron horas y horas y no había rastro ni de Andreas, el pequeño roedor, y mucho menos de la historia. Dos agentes entraron en la biblioteca en busca de Andreas.  Capitán, suba, gritó uno de los policías, tenemos al ratón, creemos que está muerto.  El capitán Brintensen subió y al rato  bajó con Andreas, el pequeño roedor, muerto pero con una cara de felicidad considerable. Sin duda se trataba de una historia envenenada, sabrosa pero envenenada, es algo que sucede muchas veces.

Esta historia es como una carta que no ha llegado a su destino, como un viejo que llora junto a un contenedor por una vida no vivida. Una canción cuyo final ha olvidado alguno de los personajes, como un pintalabios que se usa para escribir que ha sido devorado por el tiempo, gritó el capitán Brintnsen.

Capitán Brintenesen, deje esos dramatismos para sus clases de teatro de los jueves, tenemos que llevar ese ratón al veterinario.
El veterinario extrajo la historia del estomago del pequeño roedor.  Entregó la historia al teniente y comentó su diagnóstico: El roedor no ha podido digerir la historia, era una historia ponzoñosa. Llevaron la historia al Asesino y este se la comió con patatas y cantó, fue juzgado y condenado a la silla eléctrica. La historia fue condenada a trabajos para la comunidad a perpetuidad, por lo cual permanece en la biblioteca municipal en un pergamino manuscrito que todo el mundo puede leer.

RELATO DE MARÍA
El teléfono sonó a media noche, despertando a Mirta, quien, en lugar de contestar, intentó mitigar el ruido ocultando la cabeza bajo la almohada. No sirvió de nada. Al agotarse los primeros timbrazos, el que había llamado volvió a marcar. Mirta hundió aún más la cara en el colchón, presionó con más fuerza la almohada contra sus orejas, y alargó el otro brazo hasta el cable telefónico con el fin de arrancarlo de cuajo. Pero se equivocó de cable y sólo logró desenchufar la lamparilla, que, del tirón, se vino abajo. El teléfono seguía sonando.
Se sentó sobre la cama, resignada, y recogió la lamparilla del suelo. Se puso las gafas para poder leer el número que llamaba, aunque ya lo sabía. No se equivocaba, era Adrián otra vez, su marido. Y también conocía el motivo de la llamada antes de descolgar. Quería pedirle el divorcio.
Se levantó y se dirigió a la cocina. Adrián seguía insistiendo, siempre había sido un cabezota. Pero Mirta no quería escucharle, y estaba dispuesta a no descolgar aunque el teléfono sonara hasta el amanecer.
Se despertó en la cocina, ya bien avanzada la mañana. Se había quedado dormida sobre la taza de té y le dolía el cuello. Por la ventana entraba un sol radiante, cálido y extraño para un mes de enero en aquellas tierras. Mirta, de joven, solía bañarse en la playa cada día durante todo enero. En Uruguay, su país natal, era lo normal. Consideró ese sol invernal como una invitación a volver a su tierra. Dejar a Adrián, a la maldita Asturias, a la perversa España, y regresar.
Adrián le había parecido feo a primera vista, al conocerle en Montevideo, en una fiesta. A la salida, él fue a su encuentro pero ella se introdujo en su auto con celeridad, dispuesta a darle esquinazo. Él entonces se metió en su coche y se lanzó en su persecución pero ella intentó despistarlo por las callejuelas, aprovechando su mayor conocimiento de la ciudad. Pero le había infravalorado, como él mismo le recriminaría muchas veces después de casados, pues él adivinó su itinerario, la alcanzó por delante y, atravesando su vehículo transversalmente con un agudo ruido de neumáticos, cortó la calle. Mirta se dejó deslumbrar por su audacia y por la manera en que inmediatamente se acercó a su ventanilla y, con la flema de un lord inglés, le indicó un hueco para que aparcara. Ella le obedeció por primera vez.
El timbre de la puerta la sacó bruscamente de su ensueño. Se acercó de puntillas, aunque sabía que no podía ser él. Adrián hubiera abierto con su llave. Por la mirilla vio al cartero y abrió, no sin cierta aprensión.
Venía a entregar una carta certificada y urgente para Mirta Castro. Aquí no vive ninguna Mirta Castro, se apresuró ella a contestar en cuanto reconoció la letra de Adrián en el sobre. El cartero se sorprendió ligeramente pero no dijo nada y volvió sobre sus pasos. Mirta apoyó su espalda contra la puerta, aliviada, como si se hubiera librado de un castigo por muy poco.
Adrián solía castigarla. No físicamente, eso jamás, sino retirándole la palabra durante días, a veces semanas. A ella, tan absurdo comportamiento le producía una gran ansiedad, casi desesperación. Se había propuesto una y otra vez permanecer indiferente a sus castigos, aunque con escaso éxito. Durante los días de forzado silencio tarareaba mentalmente una canción, Ansiedad de tenerte en mis brazos musitando palabras de amor, pero no lograba pasar de ahí, una amnesia nerviosa le borraba el resto de la canción y la devolvía una y otra vez a esa primera frase que revelaba tan a las claras su deseo. Pero Adrián era implacable.
Mirta se puso su vestido más bonito y salió a la calle, al sol de enero. Bajó por la escalera, con la esperanza de encontrar a Camilo de nuevo. Camilo era un vecino del primer piso, un hombre muy mayor, casi un viejo, a quien había encontrado un mes atrás llorando junto al contenedor cuando fue a tirar la basura y a olvidar que Adrián llevaba cuatro días sin hablarle y ella aún no había logrado conocer el motivo.
Mirta vio a Camilo llorando y, en lugar de consolarlo y hablarle, se sentó a su lado y comenzó a llorar a su vez. Él la tomó de la mano, se la besó, y con el dorso se secó las lágrimas. Ella suspiró hondo y se levantaron al tiempo, como si un ser invisible, protector de ambos, les hubiera dado la orden. Subieron al primer piso por la escalera y Mirta entró en la casa de Camilo. Los dos se acostaron vestidos, se abrazaron, y se quedaron dormidos.
Regresó a su casa pasadas las cuatro de la mañana. Adrián le esperaba con el rostro desencajado, como si dudara entre expresar su furia a golpes, a insultos, o con un nuevo silencio más hondo, más frío, un silencio de cripta. A Mirta le impresionó tanto la expresión de su cara que no reparó en las tijeras de podar que Adrián llevaba entre las manos. No pudo reprimir un grito de angustia y corrió a encerrarse en el baño. En el espejo, Adrián había escrito la palabra FURCIA, con su propio pintalabios y ella, presa de un ataque de nervios, comenzó a escupir a su propia imagen. Entonces oyó un portazo. Adrián había abandonado la casa.
Ahora Mirta bajaba por la escalera, con su mejor vestido, a disfrutar del mes de enero, y con la esperanza de encontrar a Camilo junto al contenedor o al otro lado de su puerta, que él abriría de inmediato en cuanto reconociera el sonido de sus tacones. Pero no ocurrió así y Mirta salió a la calle y ascendió sola por la avenida, hacia el río. En lugar de cruzarlo por el puente nuevo, al que la gente seguía llamando así pese a tener más de cuarenta años, se desvió a la izquierda y saltó el muro que impedía cruzar el cauce por el puente antiguo, que llevaba mucho tiempo amenazando con derrumbarse y que el ayuntamiento no se había decidido a demoler, al considerar la posibilidad de su restauración.
Caminó despacio por el puente viejo, con una esperanza remota de que se derrumbara justo en el momento en que ella lo cruzaba, quizá su peso era lo que el vetusto puente estaba esperando, como el naipe final que derrumbara el castillo. Pero el puente, a pesar de algún que otro agujero, se sentía sólido bajo los pies. En su mitad encontró un guante. Estaba sucio y viejo, pero ni reparó en ello y se lo puso en la mano. Era de su medida y notó de inmediato la calidez que brindaba. Con la mano enguantada se cobijó la otra y en aquel momento supo que el puente no se desmoronaría y que ella podría vivir sola. Y que incluso podría volver a Uruguay, o quedarse en España, o alternar ambos países. En definitiva, que podía hacer lo que le diera la gana.
Un policía le hacía gestos para que abandonara de inmediato el puente y ella lo tomó como un saludo y se lo devolvió sonriente. Se quitó el guante, lo lanzó al río, salió del puente por el otro lado, le guiñó un ojo al agente, recordó de pronto que seguía teniendo caderas, y las meció al ritmo de la brisa repentina. Hacía mucho tiempo que no sonreía tan fuerte.