jueves, 24 de noviembre de 2011

Relatos de Noviembre

PREMISAS


Una persona joven que renuncia a ser artista al reconocer que no tiene talento
Un cascabel
Noche cerrada
Dos besos (pero no al mismo tiempo)
Un cerrojo que no se puede abrir
Una cabeza de ajos
Una mala noticia
Un campo de fresas
El último de mi vida
Carcajada triste
Hasta la campanilla
Un banderillero
Un seiscientos

RELATO DE JAVIER GALLEGO

Sangre cruda 

−Una cabeza de ajos- le dijo seriamente Naiara.

−¡Una cabeza de ajos!- exclamo Raúl - ¿De qué me estás hablando?

−Lo que has oído. Debes llevar una cabeza de ajos contigo para evitar que te ataquen los vampiros.

−¿Vampiros?  –Raúl enfadado se levantó echando la silla hacia atrás bruscamente y lanzando un billete de cinco mil pesetas sobre la mesa–. Este va a ser el último billete de mi vida que cae en tus manos, timadora. ¡Te voy a denunciar!

Raúl abandonó la consulta de la vidente completamente enfurecido y pensando en lo idiota que había sido al acudir a ella porque le llamó supuestamente para darle una mala noticia. “Tras la última consulta soñé con el color rojo de un campo de fresas y escuché tú voz, era una carcajada triste. El campo de fresas representa la sangre”
Por mucho que intentara tranquilizarse los sentimientos encontrados bailaban en su mente. La confianza que había depositado en ella durante tanto tiempo, aquella consulta en la que llegaron a darse un beso apasionado y a punto estuvo de enamorarse. Y ahora le salía con la historia de los vampiros. Pensó que Naiara había perdido la cabeza,”la cabeza de ajos”, volvió a recordar.

Se dirigió a su coche, un viejo seiscientos; saco las llaves del bolsillo, tenía un pequeño llavero del que colgaba un cascabel. Metió la llave en el cerrojo y se sorprendió al no poder abrirlo. Pensó en voz alta: ¡Lo que me faltaba! Ahora este jodido coche va a tocarme… 

Una joven de unos veinte años estaba a unos pocos metros:

−Gatito, gatito… dónde te has metido. Gatito… llevo días buscándote - al escuchar el tintineo del cascabel se acercó hacia Raúl.

−Hola, ¿ha visto un pequeño gatito por aquí? – la dulce y tierna joven enroscaba un mechón de su cabello con su dedo índice.

Raúl olvidó por un momento a Naiara y al coche.

−Aquí no, pero en el parque de Zabalarreta, donde yo vivo, anda un gato al parecer perdido −mintió Raúl− ¿Quieres que te acerque en mi coche? 

Ella asintió, la cerradura se abrió sin ningún problema y Raúl ya estaba tramando seducirla. Cuando llegaron al parque la noche ya estaba cerrada. Buscaron durante poco tiempo y Raúl sin pensarlo dos veces la agarró de la cintura y la besó. Pero de repente vio cómo sus ojos se transformaban y adquirían un color grisáceo casi blanco, de su boca salían cuatro colmillos.

 −¡No! −exclamó Raúl. Pero ya era tarde. Los cuatro colmillos se le clavaron en el cuello y brotó la sangre como cuando un banderillero clava a un toro. Ella sintió la sangre dulce hasta la campanilla y la tragó con mucho placer.

−¿Por qué me has hecho esto?

−No te lamentes, acabo de hacerte un favor. ¿Cómo es tu vida? ¿Eres lo que querías ser?

−No. A tu edad mi gran sueño era ser actor y renuncié a ello porque no tenía talento

−Ahora no tienes edad y puedes ser lo que quieras.


RELATO DE MARÍA

Patricia, mi mujer, se parecía a una cabeza de ajos. Me lo sugerían los colgajos de piel seca de su rostro, que no acababan de desprenderse. Para completar la imagen, a la redondez natural de su cabeza, que recordaba a una sandía, se unían en aquel momento el abotargamiento que le ocasionaba la enfermedad y una palidez extrema. No hacía tanto tiempo sus mofletes colorados me habían parecido un campo de fresas.

Yo tenía poco más de treinta años y me veía obligado a cuidar de ella para el resto de su vida que probablemente sería también el resto de la mía. Su enfermedad no era mortal, sino invalidante, quedando el cuerpo en poco tiempo en importante atrofia pero sano y vigoroso, inteligente y sin habla.

Ella deambulaba al principio por nuestra casa, regalo de sus padres, afortunadamente de gran amplitud. Pronto llegó el día en que ya no pudo caminar, ni utilizar las manos, y tuve que hacerme cargo de todas sus necesidades. Como yo no tenía trabajo, no podía contratar a nadie para ayudarme, y nunca podría trabajar mientras durara esa carga tan pesada que me estaba asfixiando y que había comenzado apenas diez meses después de casarnos. Nuestra boda se había celebrado a toda prisa por culpa de embarazarse ella.

No supe que mi suegro era un mafioso extremadamente peligroso hasta el día de mi boda con una niña que conocía desde hacía apenas tres meses y de la que ni siquiera había podido encariñarme. Conservador sí sabía que era a juzgar por lo mucho que le había afectado que yo ultrajara a su única hija. El beso de mi suegro al iniciarse la ceremonia sería el último de mi vida que me parecería normal en aquella familia política. Un cura nos declaró marido y mujer con el gesto de un banderillero, y nos ensartó que aquel lazo no debía romperse jamás.
 
El padre de Patricia me regaló sarcásticamente un seiscientos. Era su forma de decirme que yo no era bienvenido en la familia para que me cuidara de intentar acercarme al clan y medrar en su seno, como hacían casi todos a su alrededor. Yo, que hasta ese momento era un despreocupado chaval que vivía a los treinta igual que a los veinte, y estaba empezando a considerar ridícula la idea de convertirme en actor profesional debido a mi evidente falta de talento, supe de golpe, en menos una semana, que iba a ser padre, marido y segundón ninguneado para el resto de mi vida.

Patricia entonces se enfrentó violentamente a su padre. Mi suegro se disgustó tanto que, cuando ella enfermó, se desentendió por completo no sin darme claramente a entender que a mí ni se me ocurriera hacerlo. Esa fue la segunda y última vez que él me besó

Cuando Patricia dejó de caminar, la recluí de forma permanente en un cuarto. No el mejor de la casa, tampoco el peor, sólo el que me resultaba más cómodo para poder ocuparme con autómata indiferencia de lo mínimo que ella precisaba para seguir viva. De cuando en cuando, generalmente al anochecer, se oía alguna carcajada triste. Terminé acostumbrándome.

Una noche cerrada me despertó con insistencia el sonido de la puerta. Antes de abrir, llevé mi mirada hasta la campanilla y vi a mi suegro. Fui torpe y él también me vio. Me urgió a abrir de inmediato. Debía cambiar a Patricia de habitación o su padre la encontraría en un cuarto sucio y en un estado físico incierto para mí, pues no la examinaba desde hacía semanas. A la entrada del cuarto había colgado una máscara antigás de cuarta mano para mitigar el intenso olor a orina y heces. Antes de entrar allí, nunca olvidaba ponérmela.

La mala suerte y mi desidia, a partes iguales, fueron los causantes del desencajamiento de la puerta en el momento más inoportuno. Como consecuencia, el cerrojo se había atascado y yo no podía descorrerlo, no tenía fuerza suficiente. Abrir aquella puerta me costaría lo mío y mi suegro no cesaba de tocar la campanilla.

Desistí de abrir entonces y opté por inventar algo que explicara su ausencia: le dije que había enviado a Patricia a pasar unos días con mi madre. No coló sin embargo y, ante la creciente ferocidad de su mirada, quise cambiar de mentira, pero yo no estaba inspirado y sólo se me ocurrió decirle lo que seguramente deseaba en lo más profundo de mi ser: que tenía que darle una mala noticia, su hija había fallecido pero, por no importunarle, por no querer molestarle con asuntos de tan poca importancia, aún no había encontrado ocasión para comunicárselo.

Mi suegro se quedó inmóvil durante larguísimos instantes clavándome su mirada de serpiente de cascabel. Luego intentó estrangularme mientras me acusaba de haberla asesinado y me exigía ver el lugar donde estaba enterrada.

Le dije que la había quemado y que había esparcido sus cenizas, y que su cuerpo había acabado infecto de llagas purulentas, en una larga y dolorosa agonía. Logré que se me humedecieran los ojos y mi suegro retiró definitivamente las manos de mi cuello. Tuve la osadía de hacerle un reproche, le aseguré que ella había muerto llorando por verle y le recriminé convincentemente. ¿Dónde diablos estaba usted?

Aquel golpe de efecto terminó el asunto. Mi suegro me palmoteó el hombro, me dio un abrazo −sin besos− y me sacó para siempre de aquella casa solitaria.

No he vuelto jamás. La casa fue derruida años más tarde, mucho después de que mi suegro muriera. Nadie encontró huesos, tampoco los buscaban. Yo había heredado el puesto de mi suegro y convertido en nuevo capo. Se tapó el asunto para siempre.

Pero todas las noches, sin faltar una, me la encuentro. Ignoro si es sueño o realidad, pero sigue siendo como si aún viviera con ella. He acabado sintiendo que nunca podré dejarla, o mejor, que ella nunca ha querido dejarme. Así, hasta he aprendido a quererla.