jueves, 14 de abril de 2011

RELACIONES PIFIADAS Y PALABRAS OBLIGATORIAS



Conflicto:  Una persona muy enamorada descubre un día un grave defecto o un secreto inconfesable en la persona que ama.

Hay que insertar las siguientes palabras obligatorias:

Alimentos:
Sandía
Sushi
Tortilla de bacalao
Paella

Bebidas:
Cerveza
Gaseosa
Ginebra

Sonidos:
Trueno
Grito
Latidos
Chasquido de dedos

Prendas de vestir:
Bermudas
Calzoncillos
Burka
Guantes

Muebles:
Taburete
Cómoda
Bañera
Literas

Expresiones despectivas:
Merluzo
Caracartón
Pedazo de alcornoque
Cantamañanas
Picaflor

Animales:
Pulpo
Yegua
Lagartija
Escarabajo
Lamberto

RELATO DE SERGIO
Pedazo de alcornoque
La estampa era inmejorable. Con los ojos entreabiertos podía ver desde mi colchoneta la primera fila de playa y, en ausencia de olas, disfrutaba del panorama sin derramar la cerveza. Un surfista enceraba su tabla como el vaquero que cepilla a su yegua, justo encima de un inglés torrado acurrucado como un escarabajo. Un niño de apenas tres años, sentado en tierra húmeda, devoraba un trozo de sandía parapetado en una gorra verde mientras observaba su pilila a merced de los envites de las olas. Bendita infancia que no sabe de calzoncillos.
A su lado, su presunta abuela, postrada en un escuálido taburete y embutida en una hectárea de tela que ella debía sentir como un guante, espetaba con la boca llena:
−La hora y media de digestión la vas a hacer igual, merluzo, así que come despacio.
Girando el cuello a mi izquierda, un cincuentón en bermudas, calvo y de provincias, al grito: lo mejor que hay, sí señor, sacaba una gaseosa de la nevera con esa discreción que tienen los cantamañanas pasada una edad.
Y entre toda la fauna estival, las paellas en tupervares, las toallas multicolores, los flotadores del capitán Trueno y los efluvios de las cremas bronceadoras, allí estaba yo.
Un enamorado con vocación de picaflor que reposaba en esa inmensa bañera mediterránea. Ay, caracartón, ya te llegará la hora y te enchocharás –solía decirme mi hermano.
Ahora lo comprendía todo. Todo venía a ser ella. Lucía surcaba las aguas en dirección a mí, ligera, delicada, y con la misma sonrisa que llevaba puesta desde hacía dos semanas, las dos semanas más felices de mi vida.
Apenas la tenía a un brazo de distancia cuando la angustia me agarró el pecho hasta retorcerme el corazón. Los latidos desbocados olvidaron cualquier melodía tropical, y de pronto pude sentir una tormenta con sus rayos y sus truenos partiendo mi cráneo en dos.
En un chasquido de dedos, toda la magia, todos mis recuerdos y todos mis planes de futuro se habían ido al garete por culpa de tres verrugas. Pero qué tres verrugas, joder, una puta cordillera maléfica en su ingle derecha que hasta ahora había existido sin mi permiso.
Intenté hacer como que nada había pasado, puse mi mejor cara y, a falta de un vaso de ginebra para templar los nervios, me bebí de un trago toda la cerveza.
Ella me acariciaba y me besaba en el cuello al tiempo que yo, que hacía cinco minutos soñaba con comer sushi sobre su cuerpo desnudo, como en esas películas japonesas, ahora hubiese preferido zamparme los restos de tortilla de bacalao desperdiciados, pirarme de allí nadando mar adentro.
Cuando ella se fue poniendo cómoda y trepó a mi colchoneta con la estabilidad de un pulpo, soñé con una colchoneta-litera donde poder descansar en paz lejos de sus verrugas.
Quizá no fuera para tanto, quizá se pudieran quemar con nitrato de plata y resolver así el problema, pero claro, por la misma regla de tres, podían volver a aparecer como la cola de una lagartija.

RELATO DE HÉCTOR
−Mmmm… qué bella está la tarde, la brisa suave, la atmósfera luminosa, brillante, el sushi estaba sublime, qué bello es amar –pensaba Cipriano mientras esperaba a Candi entre los floridos árboles del parque.
De pronto apareció ella, el sol doraba sus cabellos, el viento jugaba con su vaporoso vestido granate.
Al verse, se fundieron en un infinito abrazo y se sentaron en la verde hierba. Candi sacó de su bolso dos botellines de cerveza y un túper con costilla y patatas. Cipri abrió desmesuradamente los ojos y musitó:
−Candi, paloma mía, ¿pero no me habías dicho que eras musulmana?
−Sí, mi adorado Cipri, soy miembro de la Mezquita Azul del Séptimo Día; podemos comer cerdo y beber alcohol, no mucho, claro, ya que los excesos son malos para el cuerpo y para el alma –dijo ella mientras saboreaba lentamente la costilla.
−Cándida, mi bien, pero los musulmanes tenemos prohibido comer cerdo y beber alcohol; lo dijo el Profeta…
Ahora fue Candi quien abrió los ojos y replicó suavemente:
−No me digas que eres un fundamentalista, Cipri, tesoro mío; me romperías el corazón.
−Primero me cortaría las manos antes que hacerte daño, pero el Corán, nuestro Libro Sagrado, es muy claro respecto al cerdo y al alcohol.
−Eres… eres un fundamentalista –gritó Candi sin poder contenerse− hasta es posible que me pidas que vista un burka
−El burka es el vestido de las mujeres casadas y decentes, las mujeres de mi aldea son felices de vestirlo, pues así alaban a Dios y honran a su esposo, bien mío.
−No puedo dar crédito a lo que oigo, Cipri, me parece estar viviendo un mal sueño. La mujer tiene tanto derecho a realizarse como el hombre y no tiene por qué ocultar su rostro y su cuerpo. Lo dice Ali, nuestro Maestro y Mentor, es nuestra obligación dejar atrás los tiempos oscurantistas y ocupar nuevamente el más alto sitial de las culturas en el mundo.
−Las cosas suceden porque tienen que suceder; es la voluntad divina y nosotros debemos someternos a ella –dijo Cipri, crispado.
−Nosotros podemos gobernar nuestras vidas e intentar superarnos como seres humanos y seres sociales, siendo felices loamos a Alah…
−¿Pero cómo te atreves a blasfemar? Ya lo dijo el Profeta: el infierno está plagado de mujeres seductoras e impías –exclamó Cipri.
−Eres un merluzo y macho retrógrado, por culpa de seres como tú nuestros pueblos viven en el Medioevo. Me alegro de haberte conocido un poco; yo creía que eras un hombre y no pasas de ser un escarabajo que repta por la tierra –bramó Candi.
−Y tú una yegua libertina y deslenguada, arderás por toda la eternidad –vociferó Cipri abalanzándose sobre ella y tomándola del cuello.
A Candi se le puso todo alrededor violeta oscuro. Instintivamente, tomó el cuchillo del túper y lo hundió varias veces en el tórax de Cipriano hasta que esas tenazas dejaron de apretar su cuello.

RELATO DE LASSIE
−Hijoputa, que no tienes polla, qué cabrón, cabeza de sandía, haría sushi con tus pelotas, las echaría a una tortilla de bacalao y luego lo mezclaría con una paella y se la daría a los cerdos. Ni siquiera ellos se merecen algo así. Con lo que yo te he querido, ahora me vienes con esas, ese engaño, como me has podido engañar durante todos estos años. Me has destrozado el corazón… Cabrón, dime algo, llevo dos horas en este taburete viendo tu no polla, estoy de todo menos cómoda. Dime algo, cabrón, o voy a tener que hacerte la bañera… ¿Desde cuando no tienes polla? ¿Al principio la tenías, no? Bien fuerte que te tiraba de ella aquella noche cuando nos caímos de las literas. ¿Ó fue entonces que te la arranqué? Me acuerdo cómo gritaste, pero a la vez te corriste, por lo que algo de polla por lo menos te quedaba.
−Tráeme una cerveza y te lo explico, si me la traes con gaseosa mejor, pero ni se te ocurra echarle ginebra que acabaré hecho un merluzo.
−Ahora te la traigo… A parte de sin polla, caracartón. Pedazo de alcornoque. Si por lo menos me hubieras engañado con otra, si fueras un picaflor mediocre, corriente, pero nada, me engañas diciéndome que no tienes polla… Me voy a la cocina. A traerte eso.
Un trueno sonó en el aire, se fue la luz y se escuchó un grito:
−Ahhhhhhhhhhhh. ¿Que ahora que se te ha escapado un huevo? Ya no tengo ni fuerza para mantener los latidos de mi corazón. Si fuera maga, pegaría un chasquido de dedos y viajaría en el tiempo, a cuando tenías polla o algo así… ¿Era de verdad o era un pegote? Con lo pulpo que eras, me encantaba como me cabalgabas como a una yegua cachonda y, tras soltar tus jugos elementales, se te ponía pequeña como una lagartija y mi chochito negro como un escarabajo brillaba tras el fulgor de la batalla. Y luego te ponías las bermudas, y yo te decía que te pusieras calzoncillos, justo aquellos calzoncillos rojos plagados de conejitos, y me bailabas el tururú… Un burka me voy a poner por la vergüenza que voy a pasar. No te voy a tocar ni con guantes.
Con lo que yo te he querido.
−Tranquila, Marisa…
Entonces Lamberto se quitó el esparadrapo que tenía en la entrepierna y le dijo:
−Mira, tengo dos pollas.
−¿Cómo que tienes dos pollas?
−Sí. Tengo dos pollas, tengo trastorno bipollar. La anterior eran las dos unidas. Quería darte una sorpresa el día de nuestro aniversario.
−No. Nuestro aniversario es la semana que viene. Hoy es nuestro analversario, la primera vez que practicamos sexo anal.
−Es igual.
−Ay, qué ilusión, ay, qué ilusión, qué cachonda estoy. Cuánto te quiero.
Marisa se fue a la cocina saltando y brincando, chorreando de vagina negra como un chinche.
Cuando regresó, se pusieron a darle leña al mono, pero esa es otra historia.

RELATO DE MARÍA
Había encontrado por fin al hombre perfecto. No era guapo, ni falta que hacía; no era esbelto, más bien rechoncho y paticorto; no era inteligente, le costaba expresarse y a duras penas había aprendido a escribir, un pedazo de alcornoque en toda regla. Pero era el hombre perfecto, ideal, incluso cuando se paseaba con bermudas de surfista, o cuando se dejaba los calzoncillos tirados en mitad de la alfombra, con la parte marrón siempre a la vista.
Era perfecto a pesar de lo poco que le gustaba meterse en la bañera; le amaba más que a ningún hombre conocido pese a los manchurrones que dejaba a menudo en el sofá cada vez que devoraba sandía. Le deseaba más que a ningún otro hombre antes, incluso cuando apestaba a ginebra, o cuando invitaba a cerveza a sus amigotes y se quedaban hasta las tantas jugando al póker, dejándolo todo perdido.
Le amaba tanto. Aunque en la cama no fuera gran cosa y se empeñara en montarla como a una yegua subido a un taburete, con su cosita diminuta, inquieta como una lagartija.
Era el hombre de sus sueños y ella le idolatraba. No le importaba nada que fuera un cantamañanas que nunca hubiera durado en ningún trabajo más de dos semanas, un gorrón que sableaba a cuanto incauto se le cruzara en el camino. Todo eso le daba lo mismo, para ella era el hombre perfecto.
Ni siquiera le molestaba que las mirara a todas, incluso que les metiera mano en su presencia. Por el contrario, le halagaba sobremanera que sus amigas le advirtieran una y otra vez que él era un picaflor consumado, un pulpo irrecuperable, un donjuán de pacotilla. Ella le encontraba maravilloso.
Era el hombre ideal aunque no supiera hacer ni una triste tortilla de bacalao, a pesar de que jamás le expresara la menor muestra  de que la paella, su plato favorito, le había salido de muerte. Tampoco le importaba que la obligara a ponerse un burka cuando llegaban sus amigotes, ni que la llamara con un chasquido de dedos para que les trajera el sushi, o a grito pelado cuando deseaba un poco de gaseosa en la cerveza.
Era encantador aunque él no quisiera dormir junto a ella porque le molestaba su olor a cuarentona, según sus propias palabras, y descansaran en literas porque, decía, le recordaban los viejos y gloriosos tiempos de la mili.
Nunca se había sentido tan enamorada, nunca el corazón había derramado tanto amor en sus latidos, y tan hondo sentir no había disminuido ni siquiera el día en que le introdujo un escarabajo entre los senos, sabiendo como sabía que ella detestaba los bichos y le producían urticaria. Él se divertía así y se le quedaba mirando con su cara de merluzo mientras ella se rascaba desesperada.
Pero le perdonaba. Cómo no iba a perdonarle tantas chiquilladas al hombre perfecto, al galán irresistible que ella veía en él pese a su torpeza, sus manazas, esa inhabilidad tan exagerada que parecía adrede, que provocaba que cada día se le rompiera o estropeara algo: el jarrón de su madre, la cafetera, el horno, el espejo del baño…, como si llevara siempre las manos enfundadas en unos guantes de boxeo.
Y así hubiera sido eternamente, pese a su costumbre de limpiarse siempre en las cortinas, inalterable hubiera quedado para siempre el amor inquebrantable de ella, firme, total, absoluto, a prueba de bombas, de no haber encontrado un día una vieja billetera que él había escondido al fondo de un cajón de la cómoda, y haberla registrado.
−¿Se puede saber qué es esto, caracartón? –inquirió ella pegándole a la cara un rectángulo plastificado. Ella parecía otra y él, por primera vez desde que la conociera, tembló.
−Mi carné del Atlétic, cariño –contestó con la boca pequeña.
Aquella misma noche le puso de patitas en la calle, en medio de una intensa lluvia. Gracias a un trueno brutal, no pudo escuchar el feo insulto que ella le espetó desde el balcón mientas extendía por los barrotes la bandera de la Real Sociedad.