viernes, 11 de noviembre de 2011

PELEANDO

PREMISAS

Una pelea
Un polvo
Un barco que se hunde
Una mochila abandonada
Se estropea el coche
Establo
Máquina de coser
No hay huevos
Pericia
Albricias
Caricias
Una mujer depilándose
Un puñado de ceniza
Un cuchillo manchado
Una muerte dulce

RELATO DE MARNIE LA LADRONA

Hoy no he podido arrancar el coche pero no le he dado ninguna importancia, no tenía ningún sitio en concreto al que ir y he decidido caminar y adentrarme en calles estrechas, no cartesianas, que todavía desconozco, arrastrando mi soledad.

−¡Albricias! −se me escapa en voz alta.

A través de una pequeña ventana puedo ver una mujer en su pequeño apartamento, desnuda, rolliza, con la piel blanca y el rostro sonrojado, los labios entreabiertos, húmedos y el sexo depilado.
El rostro sonrojado y los labios húmedos… logro esconderme para poder seguir admirando su belleza.  Enciende un cigarro y el humo e incluso la ceniza que cae me sugieren tal armonía que podría morir en ese mismo instante. Sería una muerte dulce.

Pero de súbito aparece en mi mente la idea de ir a por ella. Algo extraño me está pasando porque nunca he actuado de esa manera. Me siento como un potro salvaje que no puede salir de su establo a un verde prado repleto de yeguas en celo.

No hay huevos –me digo a mí mismo. Pero el impulso es mayor. Sin apenas darme cuenta veo que me estoy acariciando. No puede ser.

Doy la vuelta a la esquina, sigo una estrecha calle unos metros y sigilosamente entro en el portal. Miro atrás varias veces, nadie me ha visto, subo hasta su puerta y la encuentro abierta. Entro sin vacilar. La entrada de la vieja casa está revuelta como si hubiera habido una discusión o pelea.
Por un lado del pasillo aparezco en el salón y encuentro a la mujer en el suelo con un cuchillo manchado de sangre a su lado.
−¡NO! −grito de espanto.
Escucho unos pasos –“¿quién anda ahí?”– grito.

Los pasos son más rápidos, cruje el suelo de madera, salgo corriendo y veo una silueta de hombre cruzando la puerta de la casa. Corro hasta el vano de la puerta del portal, miro a un lado y a otro y no lo veo. No he podido alcanzarlo.

Me dirijo hacia arriba y veo en el portal una mochila abandonada. Una vieja mochila, raída, grande, la abro y veo una máquina de coser.

No entiendo nada.

Subo arriba y voy corriendo al salón. Me arrodillo ante ella

−Gracias −dice ella cogiendo mi mano.

¡Está viva!

−¿Qué ha ocurrido? −pregunto inquieto.

−Quería arrancarme la piel.

Me mira con tal dulzura que quedo embelesado. La sujeto entre los brazos.

−Me siento flotando como en un barco, un gran barco que no se hundirá nunca −me susurra.
Estoy enamorado.


RELATO DE MARÍA

A pesar de espicharla por una pelea, y de permanecer una semana debatiéndose entre la vida y la muerte, mi primo Paco disfrutó de una muerte dulce, completamente a su gusto. Había pronunciado sus últimas palabras antes de llevarse una somanta de hostias más o menos asumibles, con la excepción de la patada que le había aplastado los pulmones. Su última mirada, sin embargo, cierto que fue para mi hermana, una chiquilla de quince años que todo cristo menos yo percibía ya como mujer. Si se tenía que quedar con el primo a velar su agonía, dijo ella, entonces no le daría tiempo a depilarse. Pues hazlo aquí mismo, le dije yo. Ella miró al primo de refilón. En aquel momento presumiblemente dormía. ¿Y si se despierta? preguntó. Imposible, dije yo, está casi muerto.

Ella no dijo nada, sacó su kit de depilación a la cera, y me cerró la puerta en las narices. Pero yo había instalado una webcam en la habitación, directamente conectada a mi ordenador, no para espiar a mi hermana, sino para vigilar el estado de mi primo mientras me entretenía jugando a los Sims. No pasaba nada, era mi hermana, no una piba de la calle, y una cría además, una nena depilándose las pantorrillas con escasa pericia.

Lo de las pantorrillas fue al principio, porque pronto se subió la falda y se dejó los muslos suaves como el terciopelo. Finalmente, horror de los horrores, pude comprobar que mi hermana ya no era una niña, a juzgar por la delicada visión de su sexo en flor, al que aplicó por los costados unas bandas más estrechas de cera. En aquel momento mi primo abrió los ojos de par en par y, con las exiguas fuerzas que le quedaban levantó el brazo para señalar aquella aparición celestial con su dedo índice. Aquel último esfuerzo le costó la vida, pues expiró a continuación, pero yo me alegré por él, aunque hubiese profanado la inocencia de mi hermana, tuvo la muerte que todos deseamos en el fondo. ¿Quién no ha soñado morir echando un polvo? Aquello de algún modo se le parecía.

Mi hermana no se dio cuenta de que el primo ya no respiraba. Ella estaba a lo suyo, muy concentrada, con la punta de la lengua asomando por sus carnosos labios. Y yo, en honor a mi primo, sometí a mi miembro a unas suaves caricias. Eros y Tanatos en el cuarto de al lado y yo meneándomela al ritmo de la machacona música del videojuego.

Aquel episodio me hizo reflexionar largamente. Por aquel entonces, yo apenas tenía dieciocho años, poco sabía de la vida, apenas nada del amor, y absolutamente nada de la muerte. Mi primo pasó en menos de veinticuatro horas de señalar con el índice el sexo de mi hermana a convertirse en un puñado de cenizas que recogió mi tía Paca entre sollozos.

Al regresar a casa tras la cremación, nuestro coche se estropeó, dejándonos tirados en medio de ninguna parte. Mi padre se cabreó conmigo por haber olvidado el móvil en casa, pero no le dijo nada a mi hermana por haber dejado que el suyo se quedara sin batería. Yo era el mayor, decía siempre. Estuve a punto de contestarle que ella era ya una mujer, pero preferí callarme. Mi madre no se movió de su asiento ni dijo una palabra. Mi madre no se alteraba aunque se hundiera el barco en que viajara toda su familia. Mi padre volvió a la carga. No había sido yo quien había estropeado el coche, sino precisamente mi primo, la tarde de la pelea, cuando empotró el cascado Seat de mi viejo contra el Mercedes de los que habían de matarlo. De ahí vendría la avería, sin duda, y mi padre me culpaba a mí, sin decirlo expresamente, por haberle dado al primo las llaves de su coche sin su permiso. Por eso  me envió a lo que parecía un establo y resultó ser un cobertizo lleno de trastos viejos entre los que el único aprovechable parecía ser una máquina de coser. No había nadie por allí y regresé hacia el coche cargado con la máquina de coser que dejó indiferente a mi madre pero hizo una enorme ilusión a mi hermana.

Albricias, dijo mi padre repentinamente. Siempre decía albricias cuando, según él, le sobrevenía una idea luminosa. Había encontrado en el maletero un cuchillo manchado. Yo sabía que era sangre seca, de mi primo Paco para ser exactos, de lo poco orgánico que quedaba ya de él. Mi padre debió atribuir a aquellas manchas ya marrones algún origen menos sentimental, pues refregó el cuchillo por su pantalón dispuesto a usarlo en el motor. Mi madre entonces salió de su mutismo, abandonó su asiento y, con un tono de voz seco que siempre acojonaba a mi viejo, exclamó:

No hay huevos de ir al pueblo a llamar a una grúa.

Mi padre me miró enseguida y yo emprendí el camino. Ocho kilómetros después me detuve a descansar. Frente a mí, a pocos metros, había una mochila abandonada. No estaba sucia y parecía nueva. La abrí, con un poco de suerte encontraría un teléfono y me ahorraría los siete km que aún me faltaban. No hubo suerte en ese sentido pero lo que hallé en su interior me hizo desear no haberla abierto nunca. Mi primo Paco descansaba allí dentro.

Saqué el cofre de las cenizas de mi primo, aún húmedo de lágrimas, lo coloqué en una piedra frente a mí y me quedé mirándolo como a un Zurbarán en el Museo del Prado. Quince minutos después, abrí la boca para preguntar. ¿Oye, Paco, tú entiendes algo?

Imaginé entonces que sacaba el índice de entre sus cenizas, no para señalar, como en su último gesto, pubis alguno, sino para hacerme un obsceno gesto de desprecio. ¿Mi tía Paca había tirado la mochila por la ventanilla? ¿Eran lágrimas de cocodrilo lo que había vertido sin descanso mientras su único hijo se reducía a menos de una quincuagésima parte de su volumen?

Llegué al pueblo dos horas después. En lugar de avisar a una grúa y a un taxi, tomé un autobús y volví a casa. No me importó dejar a mi familia tirada en medio de la nada. La noche era fría pero no me importó. Imaginaba a mis padres lanzando también mis cenizas por la ventanilla, incluso echándolas a un vertedero. Que les dieran.

A la mañana siguiente un pastor los encontró muertos dentro del coche. No habían muerto de frío sin embargo, sino de los humos del tubo de escape que mi padre por error habría dado la vuelta en su afán por arrancar el coche. Muerte ridícula que volvía grandiosa la de mi primo Paco.

En el psiquiátrico he contado esta historia un millón de veces, pero nadie me cree. Sobre todo porque un hombre que dice ser mi padre viene a verme todas las semanas, una mujer que dice ser mi madre le acompaña, y una joven que asegura ser mi hermana se pasa por aquí una vez cada dos meses. Son buena gente. Vienen para consolarme porque aún me siento culpable. Serán voluntarios de la Cruz Roja.