domingo, 21 de octubre de 2012

Iniciamos de nuevo el taller de relatos improvisados

PREMISAS

 -   Una extracción dental 
-      Un personaje dominante

-      Una bala
-      Una situación que provoca vergüenza (hacer el ridículo)
-      Un billete falso
-      Una patada en el culo
-      Un negocio ruinoso
-      Un suspenso en geografía
-      Frase de diálogo: Eres un pequeño miserable
-      Un anillo de compromiso


RELATO DE BRAITH SULLIVAN


El Anillo

¿Dónde? ¡¿Dónde?! Dios mío, ¿dónde cojones me lo dejé? La pregunta constante, ahora casi nauseabunda, me da vueltas y más vueltas por la cabeza, con cada minuto consumiendo otra parte de mí misma, hasta que me siento como si el mundo entero fuera el anillo perdido, redondo y enorme, y yo este hámster desgraciado, corriendo, corriendo, desesperado por encontrarlo.

De vez en cuando durante el día, durante unos segundos, casi se me ha olvidado - como la sensación gloriosa unos días después de haber sacado una muela terriblemente dolorosa, cuando, por fin, divinamente liberada, puedes continuar tu vida sin ese dolor de cara punzante, horroroso.

Pero de repente, ¡¡¡IZAS!!! Una bala - ¡Unnnnff! Una bala justo en el centro de la tripa, casi tirándome al suelo. Todavía perdido, todavía perdido - joder, ¡¿dónde está?! ME MATARÁ.

Tres mil euros. Sí, ya sé, ya sé. Gastamos 3.000 € en ese anillo, más o menos todo cuanto nos quedaba después de haber zanjado todas las deudas. Eso y el alquiler de un mes. Normalmente yo ni siquiera habría sabido cuánto costó, siempre se ocupada Steve de las cuentas. Pero cuando se quebró el negocio, llegó la hora de dejar de hacer como el avestruz y enfrentar la realidad.

Es que nunca salíamos a la par al fin del mes, siempre íbamos justito, desde el principio. No, desde luego, el para-llevar no era precisamente un éxito económico. ¡Pero sí lo realizábamos! Estaba viviendo mi sueño hecho realidad - trayendo comida para llevar, integral y biológica, al barrio desamparado en el que había crecido, donde el 99% de la gente no tenía nada de dinero ni el tono de piel para probarlo. Al cabo de solo dos años, vendíamos 'eco-pizzas', y hamburguesas de tofu y espinacas, a jóvenes de 17 años, que hasta entonces siempre habían gastado sus monedas prácticamente inexistentes en los kebabs y las salchichas saveloys.

Claro, de vez en cuando nos quedábamos con un billete falso - y ¿quién no? Vamos, ¿qué vas a hacer? Y nos  habían destrozado un montón de veces de la fachada del local, los chavales de la localidad, poco impresionados por estos dos 'gilipollas hippies del sur'. Pensaban todos que Steve era de la costa allá abajo - ¡qué buena! Evidentemente, la geografía no era su punto fuerte - aunque igual eso fuera porque la mayoría de ellos nunca se habían ido del barrio, no digamos a un país extranjero. Y se negaban creer que yo había nacido aquí mismo - ¿por qué volvería alguien una vez que hubiese conseguido escaparse? Pues, vamos, tenían razón...

Desde el principio Steve era el hombre de las ideas. Se encargó de todo, comprar el local, entregar el equipo de cocina, elegir los proveedores y tratar con el contable. Y menos mal, sobre todo lo de las cuentas - yo me quedaba en blanco con todas esas columnas llenas de cifras. No, lo deje mandar y yo cocinaba, cocinaba, cocinaba, encantado de traer a las masas comida de calidad accesible. Éramos dos superhéroes, volando en la cara de esas grandes instituciones británicas, la tienda 'fish & chips' y la tienda de kebabs. La gran dieta británica, compuesta de grasa, azúcar, carbohidrato y glutamato monosódico, lenta e inexorablemente aniquilando las arterias, los cerebros - joder, el espíritu de vivir de la juventud de nuestro país. ¡Hostia¡ La gente comprando solo esta mierda, día tras día, y llamándola comida. Y se preocupa por la heroína - pues no te creas, es parte del mismo continuo. 
Pero nosotros estábamos cambiando todo eso, conseguíamos hacer guay la comida nutritiva - ¡y barata a la vez! Solo nos hacían falta dos años para llegar a ser aceptados de verdad, Steve no tenía duda. Y yo creí en él - y no me molestaba que me diera órdenes, era todo para nuestro futuro.

Entonces, cuando parecía que sí lo íbamos lograr, cuando tuvimos los proveedores fijos, el menú perfeccionado, y la caja tintineando alegremente, me decidí a ponerle la guinda a nuestro pastel integral: le pedí a Steve que se casara conmigo. Tenía mucho sentido. Al principio no quería - si los jóvenes del barrio ya nos demostraban su hostilidad, ¡qué coño iban a hacer cuando nos vieran en el periódico, abrazados, cortando un pastel de boda de la hostia! Por fin todo el graffiti homofóbico justificado, a pesar de nuestras risas evasivas ante sus insultos diarios.

Pero poco a poco se dejo convencer. Al fin y al cabo, no podía seguir solicitando visas de visitante extranjero cada seis meses, dejándome manejar
todo solo. Acababa hecho polvo todas las noches, pero no nos podíamos permitir pagar alguien para ayudarme. Y la verdad es que me sentía un poco vulnerable cuando Steve no estaba - las miradas oscuras, los gestos violentos, el odio tácito de este niño-del-barrio convertido en maricón, que ha tenido la cara de volver a casa y venderles comida de pijos.

Dijo que lo mejor sería esperar hasta su próximo regreso, en que fijaríamos la fecha. ¡
Y he estado en el séptimo cielo desde entonces! Él, siempre con su aspecto indiferente - pero yo sé que está súper contento. Después de todo, ha sido él quien ha elegido ese anillo precioso para mí... Yo lo veía una locura, comprar algo tan caro, con el negocio echado a perder - pero Steve se empeñó en comprarlo, que se podría asegurar, que sería como capital de ahorros. Pero, claro, todavía no está asegurado - ¡MIERDA! Mierda.
¿Dónde está?
Se va a volver loco. Se enfada tanto.

Bueno, de todo eso ya hace seis meses - y menos mal que estamos tan unidos, tan fuertes juntos, no me habría podido afrontar a todo esto con un hombre de menos valía. Primero las amenazas de muerte - ¡sí, amenazas de muerte! Como si ya supieran, como si alguien de ese miserable barrio nos hubiere escuchado organizando nuestra boda, aquí al otro lado de la cuidad. Susurrando solos en la cama, Steve riéndose de mis planes horteras, pero al final rindiéndose, dejándome disfrutar del día más maravilloso de mi vida.


Era obvio que los problemas venían de los dueños de las demás tiendas de comida para llevar - vamos, habían estado desde hacía 20 años, ¿cómo iban aceptar sin lucha que les quitáramos clientela?
Así que era solo cuestión de tiempo que empezaran las inspecciones de algún funcionario de Salud & Seguridad... y siempre encontraban algo. Un pelo púbico en un huevo poché biológico; una uña del dedo del pie en un cartón de boloñesa con tofu; y, a final, un ratón muerto en una taza de sopa de tomate y albahaca de la huerta.

Steve se le enfrentó al tío aquella vez - quedaba clarísimo que él había
colocado el ratón - y para colmo de males que había conseguido un soborno gordo. Steve es capaz de enfadarse tan fácilmente, yo esperaba al menos que le iba dar una patada en el culo y empujarlo a la calle. Pero no... se mantuvo muy calmo, se le acercó y le dijo, muy bajo: 'Eres un pequeño miserable.' Y entonces dejó caer el ratón muerto encima de su tablilla, y, muy lentamente, la echó también la sopa. ¡Qué buena, Steve!
Pero ya sabíamos que iba tener su venganza, que ya nos había ganado. A la semana nos habían cerrado.

¡EL ANILLO!
¡¿Qué coño voy a hacer?! ¡Se vuelve hoy, a la noche! Estará a la noche, abrazándome, besándome... preguntándome por qué no llevo puesto nuestro anillo. Claro, al final me he acordado de cuándo lo vi por última vez. Me lo quité el día que se fue, hace un mes entero - Steve me pidió que me lo quitara. Habíamos estado follando toda la mañana y, bueno, un anillo así, incrustado de diamantes, pues se puede hacer daño al recto si no tienes cuidado. Así que me lo quité, pero en un momento de enojo, y con la prisa por llegar a la hora al aeropuerto, se me fue el santo al cielo. Y desde entonces, por arriba y por abajo intentando atar cabos sueltos - la burocracia de la quiebra, empeñando el equipo de la cocina, por si acaso que luego se puede recuperar, después de la boda.

Y esta mañana, afeitándome, vistiéndome, preparándome para tener de nuevo a esta preciosidad de hombre en mi cama... ¡Mi prometido! Todavía no me lo creo... Pues ha sido en ese momento que me he dado cuenta de que faltaba mi anillo de compromiso de €3.000. Todo el día, todo el puto día, despedazando el piso buscándolo, volviéndome cada vez más desesperado mientras el reloj me torturaba con su tic-tac, tic-tac, tic-tac.

Ahora no hay tiempo, dios mío, ¿qué le digo? Me va a matar, no queda duda. Es que, me tengo que ir, recogerlo del aeropuerto... pensaré en algo en el tren. Y todavía no me he leído su carta - ¡una carta, cariño! Tan pocos correos esta vez, casi empecé a preocuparme, qué bobo soy. ¡Pero eso es una carta de verdad! Puede ser tan romántico cuando le apetece. Ha llegado esta mañana, nada más
 ver el matasellos me estremecí de la emoción. Dios mío, cómo lo quiero.
Pero la carta tiene que esperar, la leeré luego, mientras Steve duerme - estará hecho polvo después del viaje, mi pobrecito.
Y mañana le contaré lo del anillo.

RELATO DE MARÍA
 

He sido siempre un hombre de mundo, incomprendido y envidiado. Mi intensa vida, mi forma peculiar de ser, mi valía, mis dotes naturales en suma, me han deparado muchos sinsabores entre la masa de mediocres. La vida de los hombres de vida ejemplar nunca está exenta de dificultades, siendo la calumnia y la difamación una constante. Aquí estoy yo para decirlo.

Perdí mi trabajo casi al principio de la crisis, hasta en eso me he adelantado al resto de los mortales, cuando Zapatero, el presidente en aquel momento, se obstinaba aún en llamarla crecimiento ralentizado. La víspera de mi despido, precisamente, había comprado un anillo de compromiso para una txurri que por entonces -hasta uno como yo tiene debilidades- salía conmigo. Pues bien, práctico como soy, y viendo venir un inmediato futuro de penurias e incertidumbres, devolví el anillo en la joyería antes de ofrecérselo a mi ya extxurri, aunque aún me faltara comunicar a la afectada su nueva condición de ex, y renunciando sin inmutarme a su amor eterno, pues los tres mil euros que había costado la joya de marras seguramente iba a necesitarlos en adelante.


La crisis me había librado de un matrimonio absurdo –la veía pasar, ella vivía en mi barrio, y me parecía banal como una señal de tráfico, ni me imaginaba viviendo a su lado, ni siquiera durmiendo, y aunque ella con su mirada me dijera, cada vez que me la cruzaba, que no entendía por qué le había dado una patada en el culo, yo seguía convencido de que casarme hubiera sido un negocio ruinoso, pensamiento que se consolidó al enterarme, dos meses después, de que a ella también la habían despedido.

Lo de vivir en el mismo barrio acabó siendo una putada. La gente empezó a mirarme mal, supongo que porque ella me ponía a caldo públicamente a la menor oportunidad. Yo ya estaba habituado al escarnio público desde que, siendo un pequeño empollón en mi época escolar, la vida me golpeara injustamente con un único suspenso -en geografía, manda cojones, con lo viajero que soy yo-, un suspenso deseado con ansia por el resto de la clase y de la humanidad que yo conocía, por el simple hecho de ser yo el niño cuya brillantez les recordaba a los demás sus evidentes limitaciones intelectuales. Ahora me envidiaban mi resolución para salir de la crisis, perder el trabajo y seguir sonriendo estaba al alcance solo de los más fuertes, y esa certeza molestaba.

Tanto fue así que, un mes después de mandar a mi txurri a tomar viento, la vieja del segundo del edificio de al lado me susurró al pasar: Eres un pequeño miserable. Sin motivo aparente, solo por el placer de insultarme. Vale. La txurri estaba embarazada, de acuerdo, decía que de mí, quién sabía, pero eso qué tenía que ver conmigo. Yo no tenía la culpa de que la anatomía femenina viniera de fábrica con un útero. Era asunto de la naturaleza, no mío. Para mí resultaba de cajón. Me envidiaban por no pasar por el aro, por tener agallas y aplomo, por ser distinto.

Ya hacía tiempo que el populacho había mostrado su resentimiento hacia mí ante cualquier nimiedad. El día que le di al mendigo oficial del barrio un billete falso como limosna, recibí hasta tres escupitajos de gente indeseable y sin educación. Yo no veía nada malo en aquello, podía haber pasado el billete falso sin problemas, en cualquier comercio de la ciudad, haberme comprado lo que quisiera, con mi elegancia natural el billete habría colado, nadie le hubiera dado por mirarlo con lupa por mucho que fuera de 500 euros, esos billetes morados que casi nadie ha visto excepto en fotos. Hubiera podido pagar al dentista, por ejemplo, a quien le debía una extracción dental desde hacía más de diez años. Pero no, fui generoso y le di al mendigo el billete, y cuando el muy estúpido fue a comprar con ello un brik de Don Simon en el Eroski, la cajera llamó al guardia de seguridad, se llevaron al mendigo y el billete a una habitación, llamaron a la policía y salió de allí esposado camino de comisaría.

Me acusó, el muy hijo de puta, a mí, que había intentado ayudarle, de haberle estafado, qué clase de estafa es una limosna, quiso el infeliz hasta denunciarme, pero entre un señor que vestía con el gusto con el que yo solía y un perdedor que se vestía con ropa de Zara de tercera mano, la policía, de las pocas instituciones por las que siempre había sentido respeto, me creyó a mí. Esa gente tan denostada entre la plebe demostraba una vez más tener criterio. El mendigo fue a prisión, pero le sacaron a los dos años. Pues bien, esa estupidez el barrio aún no me la había perdonado.

Mi extxurri dio a luz. Yo intenté hacerme el sueco, no por vergüenza, sino porque consideraba que tras un parto, la protagonista siempre debía ser la madre. Evidentemente, yo era demasiado considerado y la gente, como siempre, llena de prejuicios, seguía tomándome por el malo de la película. Me había resignado a ello y lo tomaba con filosofía. Que ella disfrutara con su nueva maternidad era lo que más me importaba aquel día del parto, pero claro, quién me iba a creer. Estaba acostumbrado a las injusticias.

Me había pasado casi toda la jornada leyendo el periódico y haciendo sudokus en el bar del mudo, el único sitio en que la gente parecía ir a la suya y no se metía conmigo. Vi pasar dos ambulancias, pero quién iba a pensar en tragedias, ni me di cuenta. Alguien llegó al bar y se dirigió directamente al mudo, para decirle algo al oído. El mudo entonces me levantó de las solapas, me miró de una manera extraña, y me puso de patitas en la calle. ¿Tú también, Mudo? Me dije para mis adentros.

Aquel súbito maltrato por parte del único vecino del barrio que parecía respetarme un poco, tenía un motivo irrisorio. Mi extxurri, en un rapto de locura, había atravesado de un balazo el cuerpo de su bebé y el suyo. Lamentable, cierto, pero qué coño tenía yo que ver. Me sentí reconfortado pese a todo. Me había librado de casarme con una cobarde, pusilánime y débil persona que lo único que podía era chuparme la energía vital. Pero a esta sociedad le gustan los sacrificios humanos, sobre todo los de la gente como yo quienes, al ser distintos, evidencian su mediocridad. Estaba acostumbrado. Me fastidió un poco, pero tuve que volver a casa a terminar el sudoku, cuando allí solo tenía gaseosa desventada. Pero mostré mi fortaleza ante mí mismo, no necesito alardear de ello, no me arredré ante el primer contratiempo y bajé al piso inferior para pedirle a la vecina una cerveza. Estaba seguro de que tendría porque ella le pegaba al trinqui de una manera brutal.

Me miró con ojos raros, quizá porque ese día yo estrenaba un jersey de lunares que había encontrado en el rastro a un precio de risa, mostrando una vez más mi gran habilidad para los negocios ni que fueran de mercadillo. Sin decir nada, la mujer se introdujo en su casa, pero no me cerró la puerta en las narices, lo que tomé por un buen augurio. Tardó demasiado en salir pero apareció al fin con un botellín de cerveza en la mano, ya abierto. Por fin alguien se mostraba amable conmigo, con lo que yo había hecho por el barrio, dando ejemplo. Para que no me molestase en abrir el botellín, ya lo había hecho ella. Aquel gesto me conmovió y, aunque no suelo hacerlo, le di las gracias de corazón. Al tomar la botella la noté caliente, como si la hubiera puesto unos segundos en el microondas, pero pensé, con mi habitual serenidad y cordura, que no tenía importancia. La cerveza era cerveza, tanto caliente como fría. Iba a terminar mi sudoku en condiciones aceptables y eso era lo importante. Al final, el día no iba a ser tan malo.

Subí a mi piso, saqué unos cacahuetes del mes anterior que, como los guardaba en un calcetín siempre parecían recién tostados, sudoku, bolígrafo y la cerveza. Miré el botellín y le sonreí como si se tratara de un amigo, y con un gesto de complicidad, como quien abraza a un colega, tomé el envase y bebí un buen trago. Estaba estupenda. La mejor cerveza que había probado en años. Me sentó mal, es cierto, y tuve que ir a urgencias por un desarreglo. Entonces los de la clínica me pidieron que llevara una muestra de la cerveza, y como yo estaba muy malito pero aún conservaba la dignidad, monté un pollo muy merecido al enfermero para que fueran ellos los que se trasladaran a mi domicilio a por la cerveza. Estaba satisfecho de mí mismo, hasta en las más difíciles circunstancias controlaba la situación sin permitir el menor abuso.
La cerveza, según ellos, resultó ser orina. Por supuesto, no les creí. Lo decían para hacerme sentir mal, siguiendo con la práctica habitual del barrio. Si hubiera sido orina, me habría dado cuenta. Era cerveza, por Dios, un poco diferente, quizá alemana, a los alemanes les gusta beberla caliente, pero cerveza. A mí me iban a decir.

Al funeral de mi extxurri acudió todo el pueblo. A esa siempre le reían la gracia, aunque se suicidara y asesinara a su hijo. La vida es así de cruel e injusta con la gente como yo. El rumor sobre la orina en la cerveza corrió como la pólvora y la gente reía sin parar. Mi extxurri aún caliente en su ataúd con el pequeño -los dos en el mismo  para ahorrar, la crisis no perdonaba ni los entierros-, ellos aún calientes como mi cerveza y la gente riendo.

Me di cuenta de que vivimos en un mundo cruel e insensible, tragué saliva y suspiré hondo. Pero un hombre de carácter se acostumbra enseguida a toda suerte de tribulaciones, de modo que yo, mostrando una encomiable firmeza de espíritu, di una patada a una lata y me senté en un banco a resolver el sudoku diario, esta vez sin cerveza. Podía resolver sudokus sin cerveza y era algo que tenía que demostrar al mundo. Ellos podían seguir riendo ante los cadáveres. Era muy duro saberse el único normal del barrio, pero lo acepté con una sonrisa, como sólo los insignes personajes aceptan, con estoicismo y sin pestañear, las contrariedades de la vida.