viernes, 16 de diciembre de 2011

El jefe y la azafata

PREMISAS

Envidia de la juventud
Postal desde el Polo Norte
Una azafata preguntona
Pavo real
La casa del jefe
Tormenta de verano
Sombras conocidas
Un maniático de la limpieza
Escape de gas
Medir cada palabra
Mensaje en el vaho del cristal
Un sonámbulo
Mi refugio

RELATO DE EL BULLIT

“Cuando hablamos deberíamos medir cada palabra y no dejarnos llevar desbarrando y soltando todo lo que nos viene a la cabeza, como si de un escape de gas se tratara.”

Eso decía un sonámbulo con el que me crucé una noche cuando volvía a casa, a mi refugio, frustrado, después de haber salido de noche y sentir envidia de la juventud, envidia de su energía, envidia por haber perdido la mía, la juventud, la energía y la capacidad de disfrutar de nada. Pero mi refugio es frío, gélido, triste, sólo falta hielo para parecer una postal del Polo Norte. Pero también está el otro extremo, el callar, el callar todo, hasta lo que hay que decir, siempre, siempre callar, callar las emociones, reprimir lágrimas, no expresar nada, no contarle nada a nadie de los pequeños y grandes problemas del día a día o de la vida. Esto hace que llegue un día en el que la persona reviente de repente como una tormenta de verano.

La siguiente mañana desperté y me puse a limpiar la casa, como un poseído, he de reconocer que soy un maniático de la limpieza. Cuando todo estaba recogido, lavado, fregado y ordenado, sentí cierto orgullo, estúpido narcisismo reflejo de la baja autoestima que hacía que hinchara el pecho como un pavo real. Sólo me quedan las ventanas, me dije jactándome.

Sonó el teléfono, era mi jefe. “Hay un problema en el sistema y tenemos que volar a Madrid, pásate por casa.”

El pecho se deshincho al instante. Domingo y trabajar, una vez más el pelele, el que no sabía decir no, nunca, jamás.

Preparé una pequeña bolsa y acudí a su casa. Según llegaba podía adivinar quién andaba por el salón y quién por la cocina a través de las ventanas. Tantas veces se había repetido la misma historia que se me hacían conocidas las sombras de su mujer, sus dos hijos mayores, su niña y la de él mismo claro.

Sentados en el avión, se acercó una azafata. ” ¿Está todo bien? ¿Necesitan algo? ¿Un té o café? ¿Alguna cosita para picar tal vez? ¿Qué vuelan por trabajo o por placer?

Hola, señorita. Yo soy Eduardo y no vuelo por placer ni mucho menos. Este es el Sr. Arrese, bueno, de señor tiene poco, es mi jefe. Lleva tres años explotándome, y pagándome un sueldo irrisorio. Mire, hoy domingo vamos a Madrid porque hay un problema en el sistema, probablemente me sentaré delante del ordenador durante todo el día y hasta bien entrada la madrugada, mientras él habla por teléfono diciendo a todo el mundo que ya está casi solucionado y sacándome de quicio, porque no hay quien lo aguante. Es un prepotente, un dictador y un gilipollas, se ausentará de cuando en cuando para charlar con colegas mientras toman un café y no se dignará ni siquiera a ofrecerme uno mientras yo sigo delante del ordenador. Usted si podría traerme un café, ¿verdad señorita? 

La azafata fue a por un café y el jefe estaba tan confuso que no era capaz de abrir la boca. Volvió la azafata con el café y una sonrisa nerviosa en la cara.

Tenga, señor.

Eduardo, por favor –contesté con placer, ese placer que hacía tiempo que no sentía.

Con el calor del café recién tomado exhalé el aliento a la pequeña ventana del avión, le di un codazo a mi jefe mientras levantaba mi dedo corazón cerrando el resto del puño y escribí bajo su atenta mirada.

Dimito. 

RELATO DE MARÍA

Mi refugio de madera junto al mar ha quedado destruido tras una tormenta de verano. Al llegar, todo estaba reducido a escombros, no quedaba nada en pie y los pocos enseres que había han quedado sepultados entre las vigas. Pese a haber disfrutado en aquel lugar de largas y productivas horas de creación literaria, no me ha importado perderlo. Hace tiempo que ya no escribo, he perdido la inspiración, y no he sabido darle al refugio ninguna otra utilidad.

No he acudido al lugar para regodearme en la destrucción, ni para soltar una lágrima de añoranza, sino para recuperar una postal desde el Polo Norte, enviada hace más de treinta años por mi novia de entonces, la única mujer que estoy seguro de haber amado, y que murió dos días después, sepultada por un alud.
Tras infructuosos esfuerzos por levantar a pulso las vigas, he decidido gastar mis exiguos ahorros en una grúa y un par de operarios. Ha sido en vano. La postal ha desaparecido, quizá se la ha llevado alguna ola gigante el día de la tormenta. He pagado los jornales y la grúa y me he quedado sentado en el antiguo porche con la sensación de haber perdido la evidencia de un amor que aún siento, un sentimiento tan abrumador y constante, que me ha impedido entregar mi corazón absolutamente a nadie durante más de la mitad de mi vida.

La conocí en un avión, ella era la azafata. A mitad de vuelo, cuando todo el pasaje se encontraba dormitando, ella se me acercó con curiosidad. Quería saber dónde diablos había comprado un maletín verde con ribetes dorados, de una marca que ya no recuerdo. Me hizo gracia la pregunta, y sin dudarlo le dije la verdad. Lo había robado en casa de mi jefe, un magnate de la prensa, únicamente para fastidiarle. Me preguntó si acaso no podría preguntarle a él dónde podría conseguir uno igual. La miré incrédulo. Pretendía que me autodelatara, que arriesgara mi empleo por un capricho. Le dije que haría lo posible en cuanto llegáramos a la terminal, sin ninguna intención de cumplir mi promesa, únicamente para zanjar el tema.

Al descender del avión me guiñó un ojo con complicidad. Y fue entonces, lo juro, cuando me enamoré perdidamente. No antes, durante el interrogatorio, a pesar de que se sentó a mi lado y me mostró sus preciosas rodillas. Ni al levantarse, dedicándome aquella sonrisa angelical y perversa al cincuenta por cien. Fue al guiñarme el ojo que mi corazón se aceleró, los sentidos hincharon mi pecho como un pavo real, y resbalé por la escalerilla.

Una doble fractura de cadera me dejó hospitalizado en Copenhague, una ciudad que desconocía y en la que pensaba pasar sólo una noche. Tardé varos meses en abandonarla, y ella venía siempre que podía a visitarme, únicamente para recordarme lo del maletín, mi salud le importaba un carajo.

De no haber caído por la escalerilla del avión, le hubiera regalado mi maletín. Pero ahora sabía que si lo hacía, ella dejaría de visitarme, y yo, tres semanas después del accidente, sentía que ya no podría vivir sin ella.

Los médicos me avisaron de que, si la evolución seguía siendo tan favorable, recibiría el alta en una semana. La rehabilitación podría hacerla en mi país natal. Aquello, en lugar de alegrarme, me dejó sombrío y abatido. No la volvería a ver. De modo que urdí mi empeoramiento, me hice pasar por sonámbulo, y me volví a caer por otras escaleras.

Tres meses más tarde ya dominaba el danés, y ella seguía viniendo. Siempre del mismo modo: primorosamente vestida, con el cabello recogido y su espléndida nuca incitándome al beso que nunca me atreví a darle. Saludaba, me besaba levemente las mejillas y se dirigía al armario que una empleada maniática de la limpieza dejaba como los chorros del oro, y donde se encontraba mi maletín, sin una mota de polvo, brillante y reluciente. Mi azafata lo tomaba entre sus manos, lo pesaba, le daba vueltas, lo olfateaba y finalmente lo besaba y lo colocaba en su lugar. Tras ello, un breve diálogo, generalmente sobre el tiempo o la actualidad, y su despedida, otros dos besos.

Un día reuní el valor de preguntarle qué era lo que le fascinaba del maletín. No lo había hecho antes por temor a que ella se molestara y dejara de venir, una posibilidad que me aterrorizaba. Ella se sorprendió de la pregunta y frunció el ceño. El corazón se me salía del pecho, dispuesto a pararse si ella, enojada, abandonaba la habitación. Pero no se marchó; carraspeó profundamente y comenzó su explicación midiendo cada palabra, escogiendo cada frase.

No pudo terminar. Los ojos se le llenaron de lágrimas y abandonó la habitación a toda prisa, avergonzada, y yo lamenté profundamente haber osado preguntarle. A pesar de no terminar del todo su explicación, logré entender el motivo de su adoración por mi maletín. Uno exactamente igual había pertenecido a su novio, el único hombre que ella había amado, y que murió violentamente en un escape de gas en que quedó pulverizado también su maletín junto al resto de sus cosas.

Estuve dos semanas postrado, en vilo por si ella regresaba, sintiendo los celos más atroces que se pueden sentir por aquel cadáver destrozado que había sido su novio, desesperado por si ella no volvía. Pero volvió.

Una tarde de septiembre, cuando a mí me quedaban apenas tres días de hospitalización, una sombra conocida entró en el cuarto. Ella llevaba el pelo suelto, una cinta en la frente, ropa de colores y muchos abalorios. Me costó reconocerla pero su cambio de imagen no alteró ni un ápice mis sentimientos.

Me contó que se iba al Polo Norte, en una expedición de denuncia contra la matanza de focas, con un grupo de amigos. Le dije una estupidez, que sentía envidia de la juventud que ella derrochaba, pese a que yo entonces también era joven, unos cinco años más que ella. Le dije eso en lugar de pedirle que se casara conmigo, en lugar de ofrecerle mi casa, mi patrimonio, y todo el afecto desbordado que acumulaba desde hacía meses.

Me quedé callado, buscando atropelladamente alguna manera de retenerla a mi lado, no quería que se marchara, ni al Polo ni a ninguna otra parte. Como su aspecto indicaba que había sucumbido al hipismo que ya estaba de capa caída en casi todas partes, le hablé de mi refugio junto al mar, de que lo había hecho yo con mi manos, de las maravillosas puestas de sol que se veían desde allí, del contacto con la naturaleza. Se quedó encantada y por un momento soñé que se quedaría conmigo, pero únicamente me pidió la dirección por si alguna vez le daba por querer volver a verme. Antes de marcharse me pidió permiso para usar el baño. Oí el sonido del agua y la imaginé resbalando sobre su cuerpo desnudo. Tuve una erección justo en el momento en que la enfermera del turno de tarde venía a ponerme el termómetro. Ella sonrió pensando quizá ser la causa. Pero, al escuchar el sonido de la ducha, se enfadó, esa visita no estaba autorizada a utilizar las instalaciones, dijo, y se fue a aporrear la puerta del baño. Ella salió y la enfermera la echó a empujones, haciendo caso omiso a mi indignación. Ni siquiera pude despedirme. Nunca la volvería a ver.

Me encerré en el baño a llorar sin testigos. Y fue entonces que descubrí su mensaje en el vaho del cristal de la mampara del baño. Decía: TE AMO. ME HAS CURADO. GRACIAS.

Me escribió aquella postal desde el Polo Norte dos días antes de morir. En ella me prometía un encuentro futuro y una vida juntos en el refugio. La postal ha permanecido treinta años en mi refugio, entre dos páginas de mi primera novela, que le dediqué a ella póstumamente. Ahora se la ha llevado el mar.

Perder la postal para siempre supone una revelación. Con casi sesenta años, no me apetece seguir viviendo. Una vida sin amor, con un amor que yace congelado en el Polo y sus palabras ahogadas en el mar, no merece la pena. Voy a su encuentro, como la poetisa Alfonsina Storni, voy a buscar mi postal en el fondo del mar.