domingo, 6 de febrero de 2011

ANTAGONISTAS Y PÉRDIDAS: RELATO DE MARÍA



PREMISAS:
Pareja antagonista: Maestro y alumno.
Pérdida: El puto móvil.
Sentimiento: Rabia.
Estación: Primavera.




Ahora o nunca, me dije. Tenía aproximadamente treinta segundos para escribir un sms a Irati en respuesta al suyo. Don Marcial se disponía a escribir una frase en la pizarra, una oración para analizar, con tres subordinadas al menos, fiel a su estilo sádico y enrevesado. Todo dependería de la complicación. Si escribía, por ejemplo, algo como, “Juan espera a María donde se acaba el camino”, yo no dispondría del tiempo suficiente para añadir algo al mensaje que acababa de enviarle, Si no fuera por tus tetas, ni te miraba a la cara, pedorra, que no satisfacía del todo mis ansias de venganza.
Irati, mi Irati, merecía un buen escarmiento. Pagada de sí misma, había contado a todas sus amigas que yo la había comparado con la Pataki. No contenta con ello, acababa de enviarme un mensaje con el siguiente texto: En mi larga lista tú eres el penúltimo.
Contuve las ganas de preguntarle de inmediato quién era entonces el último. Su soberbia, fatuidad, arrogancia, engreimiento, altivez, y todos los sinónimos que, para regodearme, había buscado en el diccionario, merecían un buen castigo. Si Don Marcial se comportaba una vez más como el intragable profesor de lengua que solía ser, escribiría en la pizarra algo como:
“El hombre que vende patatas los jueves en el mercado no sabe cuándo volverá Juan a ver a María, ni cómo podrá María comerse las peras de tres en tres si solo tiene dos dientes desde que su perro le mordió en el trasero, haciéndola caer de morros contra la piedra que dejaron olvidada los trabajadores del AVE.”
Don Marcial era capaz de hacernos analizar sintácticamente una frase como esa y quedarse tan ancho. Una frase tal, que generalmente me provocaba escalofríos, era lo que ahora necesitaba si quería espetarle a Irati, en escueto sms, que antes prefería a la bizca de Amaia, y que antes me dejaba machacar los huevos, que volver a acercar mis labios a los suyos. Conociéndome como me conozco, sabía también que acabaría preguntándole por el afortunado que, según ella, ocupaba el último lugar de su lista después de mí.
Pero Don Marcial andaba algo melancólico, sin duda no estaba en su mejor día. Su pareja, en caso de que hubiera alguien dispuesto a encontrar la boca de aquel tipo entre los pliegues de su papada, debía haberle, como a mí, mandado al cuerno, pues apenas escribió en el encerado “Juan está harto de María”.
El suspiro de alivio generalizado de mis compañeros del aula contrastó con el calor que se apoderó de mí y me impelió a apretar los puños hasta hacerme sangre con mis propias uñas. Tentando a la suerte, haciendo un alarde de temeridad indigno de un cobarde como yo, exclamé:
−Buah, qué fácil.
En días normales, Don Marcial habría respondido borrando la pizarra de inmediato y sustituyendo aquello por uno de sus galimatías, lo cual, aunque me hubiera atraído las iras de los demás alumnos, me habría permitido disponer del tiempo necesario para enviar un fulminante mensaje a la tontita de Irati. Pero aquel día aciago, Don Marcial se volvió como un resorte y me observó por encima de sus lentes.
−Goikoetxeandia, veo que vamos de sobradillo. ¿Quiere usted salir a la pizarra para mostrar su sapiencia a esta panda de ignorantes?
Todos en la clase al unísono se removieron en los asientos. No hacía falta que dijeran nada, yo sabía lo que estaban pensando: Te jodes, por cabronazo. Se esfumaba la única posibilidad de poner a Irati virilmente en su sitio, de soltarle una fresca que no olvidara en su vida, tan impactante que incluso la contara a sus futuros nietos: el día que un hombre –un servidor– la había humillado, vejado, denigrado, denostado, y todos los sinónimos que, por darme gusto, había buscado en el diccionario.
Don Marcial me miraba con sus ojitos de psicópata organizado hasta que, en el momento en que alcancé el paredón verde oscuro, borró con saña la frase que yo había tildado de sencilla y me invitó a escribir otra, digna de mi elevada capacidad intelectual, según sus propias e irónicas palabras.
Por si aquello no fuera suficiente desgracia, en aquel fatídico momento se escuchó, procedente de mi teléfono móvil, el clásico sonido que avisa de la recepción de un mensaje. Sin decir una palabra, Don Marcial extendió la mano. Tantos meses de convivencia dentro del aula me habían convertido en un experto en comprender sus gestos; aquel significaba sin el menor género de dudas: dame el puto móvil, que te lo requiso.
Se lo entregué resignadamente, más preocupado por la oración que me tocaría analizar en la pizarra, que por desprenderme de mi tercer brazo hasta que concluyera la clase. Sin embargo, Don Marcial, que aquel día por algún ignoto motivo debía estar tan cabreado como yo, hizo algo que jamás antes había osado: violar mi intimidad y leer para sus adentros el mensaje recién enviado. Tras hacerlo, levantó la mirada, la paseó lentamente por los pupitres, y sonrió pérfidamente. El mismísimo Satán no podía ser tan maligno. El extraño brillo de sus ojos me alertó de que algo gordo iba a suceder. La clase entera contenía la respiración.
−Goikoetxeandia, no es necesario que inventes tú la oración para el análisis sintáctico. Ve copiando esta que voy a dictarte.
Tragué saliva, me quedé lívido, las piernas no me sostenían y los intestinos comenzaron a hacer ruidos extraños. En mi interior suplicaba a Irati que por una vez hubiese enviado un mensaje amable, algo bonito para variar, y sobre todo sencillo, un verbo a lo sumo y dos o tres complementos.
El profundo carraspeo de Don Marcial aclarándose la garganta antes de dictarme el mensaje de Irati no presagiaba nada bueno. Eché una rápida ojeada a mis compañeros buscando entre ellos una pizca de solidaridad, pero comprobé que todos, incluso el empollón de Garmendia, estaban encantados con la situación.
−Un marica como tú –dictó solemnemente nuestro dilecto profesor– no tiene conmigo ni para empezar, ya te la puedes ir machacando porque antes me pongo un burka que te enseño las tetas, so guarro, que te meas siempre encima porque no te la encuentras.
A pesar del cachondeo generalizado a mis espaldas, escribí la frase entera en la pizarra como el hombre que soy, sin pestañear, con fingido aire de suficiencia, como si, curtido de la vida, estuviera acostumbrado a hacer enfadar a las mujeres. Las carcajadas por detrás no me hacían mella. En mi cabeza, como poste adonde agarrarme, Irati, la chica más guapa del barrio, la que me dejó un día besarla en su portal, la que se ponía siempre la blusa azul sólo porque una vez le dije que me encantaba, la que me regalaba la vista con sus pantaloncitos cortos desde que había empezado por fin a hacer buen tiempo, la que dibujaba corazones con el dedo sobre el polvo de mi moto, la dulce Irati…
Ella y solo ella, por encima de Don Marcial, de Garmendia, de la clase entera y de mi aturdido corazón. Por encima incluso de su grosero mensaje: Irati. Solamente Irati. Subrayé cada palabra de la frase con tanta fuerza que la tiza se rompió en dos ocasiones. Debajo del subrayado, tan grande como pude, escribí: TE AMO, HIJA DE PUTA.

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