jueves, 1 de noviembre de 2012

PERROS Y ESTÉTICA



Un regalo inesperado
Un fuerte dolor de cabeza
Una riña entre hermanos
El camión de la basura
Un diente careado
La escobilla del váter
Una celda
Un pedazo de queso
Una jeringuilla en el lavabo
Un perro muerto en la carretera
Una operación estética
El resplandor de una vela


BRAITH SULLIVAN


LA PELUQUERA
Sinceramente, no lo vi, ¿pero me creería ella? ¿Después de todo lo que acababa de decirle sobre el estúpido perro? -y sí que era estúpido, por eso había terminado debajo de las ruedas delanteras de mi coche-. No, ella nunca creería que yo no había tenido intención de matarlo aunque, en ese momento, ¡la hubiera matado más fácilmente a ella, lo juro!

¿Qué iba hacer? Podía seguir mi camino, fingir que no acababa de matar al perro de mi hermana, y volver a casa, aunque como nunca nadie andaba por allí por la noche, resultaría obvio que había sido yo. De hecho, los únicos vehículos que aparecían en esta zona, eran los de su peluquera particular y la técnica de belleza canina -¡como lo cuento! Y por lo demás, siempre estaba sola -ni tenía amigas, ni amantes, solo yo y mi familia. Incluso tenía que llevarle yo el correo y la compra, era una pasada.

Cuando cinco años antes se había muerto mi pobrecito cuñado (descanse en paz), esperábamos que ella se mudara al pueblo. Sin embargo, se negó rotundamente a vender la casa, diciendo que no podría soportar que se riera de ella toda esa gente. Lo que habrían hecho, por supuesto -¿y quién no? Así que se condenó al aislamiento, allá en su casita-celda, siendo las visitas a esas malditas clínicas sus únicas excursiones. Y era un rollo, al fin y al cabo, el viaje de ida y vuelta me llevaba dos horas, y encima, cada vez le tenía que escuchar todas sus historias.

Y por todo eso había empezado la discusión... ¿Quién la veía tras todos esos supuestos realces? ¿Quién había para aprovechar todas las chorradas que se hacía para parecerse a Shakira? Es decir, ¡a Shakira con 60 años, claro! ¿Y cuándo se dejaría de tonterías? ¿Cuándo habría perfeccionado su 'look'? ¿Cuándo tuviera 80 años? Por favor...

Durante la primera operación, creímos sinceramente que era simplemente una excusa para tener un estiramiento facial. Un poco como la historia del diente careado, que había dado como resultado que le sacaran todos los dientes del frente y los reemplazaran con una especie de polietileno blanco. Pero al poco tiempo, empezó a ponerse inyecciones de Botox -¡ella misma! Procuraba esconderlo, pero hacía tres años, en Navidades, Margaret había encontrado una jeringuilla en el lavabo, así que, descartando un comienzo repentino de diabetes o el vicio de la heroína, lo tuvo que admitir.

¡Y las chorradas que se hacía en el pelo! Jooooder... Y para colmo, a pesar de la pasmosa cantidad de dinero que gastaba en ello, siempre acababa pareciendo una escobilla del váter, dios mío. Pero lo peor, lo más absurdo, era lo que le había hecho a ese patético perro. ¡Vaya pareja más ridícula! De verdad, te asustabas con solo verlos, Shakira y.... Shakira de cuatro patas. Encima, ni siquiera lo sacaba, el pobrecito, así que apenas conseguía dar una vuelta por el jardín caminando como un pato.

Y finalmente, aquella fatídica noche quiso darme un 'regalo' para Marge: ¡una paleta gigantesca de maquillaje! Casi no habría cabido en el coche, aunque la hubiese querido llevar, ¡era enorme! Entonces se me acabó la paciencia y le dije lo que pensaba -es decir, lo que pensábamos todos-: que tenía un problema psicológico muy gordo y necesitaba ayuda profesional. Ella gritó que yo nunca la podría entender, porque nunca había tenido complejos... y que al fin y al cabo estaba frustrado y celoso porque ¡mi mujer se parecía a la parte de atrás de un camión de basura!

Cuesta imaginar cómo me sentí... Marge no era ninguna belleza, vamos - pero ¡al menos se podía salir con ella a tomar unas copas sin que tuviera que pasar tres horas en el baño! Era el amor de mi vida y no la cambiaría por todas las barbies del mundo. Perdí totalmente el control y le dije a mi hermana exactamente lo que pensaba de ella. Que junto con su perro daba un espectáculo patético y que había malgastado descaradamente el dinero que le había dejado el pobre Dave (descanse en paz), solo para terminar como un monstruo absoluto, haciéndonos pasar vergüenza a toda la familia.

Se quedó a cuadros durante unos segundos. Entonces, dio un grito desgarrador, contrayendo su cara plástica en algo aún más horrible, y se retiró de mí como si la hubiese quemado. Acto seguido, se giró y salió corriendo por la puerta de atrás hasta el jardín, Chucho Shakira pisándole los talones.

Claro que enseguida me sentí muy mal, pero -¡por dios!- alguien se lo tenía que decir, ya hacía muchísimo tiempo que la situación se nos había ido de las manos. No, esta vez se había pasado. Sabía dios cómo había intentado ayudarla yo, y siempre me lo echaba en cara. Cansaba mucho. Haciendo el mismo viaje en coche casi todos los días, arreglándole los asuntos básicos de la vida porque cada vez era menos capaz de afrontar la realidad. Y además de eso, incluso llevarle cada dos por tres el perro al veterinario, debido a la avería que tenía por todas las porquerías que le había dado ella. Y para colmo, el tonto chucho no dejaba de gruñirme ni un solo momento.

¡Pues que le dieran, y a su puto perro también! Su puto perro muerto. Mierda.

Di marcha atrás unos metros para no tener que pasar por encima de la pobre criatura que había golpeado, y sin mirar adelante para no ver lo que había hecho con las luces del coche. Solo de pensar en lo que podría haber en las ruedas delanteras me provocaba náuseas, y una vez que llegué a casa, estaba totalmente desganado y con un fuerte dolor de cabeza. Desde la entrada vi el resplandor de las velas para la cena a través de las cortinas -esperé que la buena de Marge no se hubiese molestado demasiado con la cena, solo me apetecían unas galletas saladas y un pedazo de queso.

-Aquí está, se lo digo ahora mismo, acudirá enseguida –era la voz de mi mujer al teléfono. Al abrir la puerta, Marge se me acercó. Estaba blanquísima, los ojos enormes y aterrorizados detrás de sus gafas.

-Tienes que volver, cariño -titubeó y su voz se quebró-. Lo siento, es tu hermana, lo siento, cariño, ¡la han atropellado! Su peluquera... su peluquera... la ha encontrado ahora mismo en la carretera.


MARÍA

El día que cumplí cincuenta años mi marido me hizo un regalo inesperado que no supe cómo interpretar: una operación de cirugía estética en la mejor clínica especializada. Al principio me negué en redondo, de hecho había sido desde siempre una crítica implacable a este tipo de intervenciones quirúrgicas. Sin embargo, en cuanto me quedé sola en casa aquella mañana, repasé a conciencia mi rostro, tan minuciosamente que se diría que estaba intentando aprenderlo para dibujarlo de memoria. Mi papada, mis ojeras, y las manchas en la cara estaban pidiendo a gritos un tratamiento, tal fue mi primer diagnóstico de urgencia.

Seguí durante rato estudiando mi rostro frente al lavabo; escudriñé cada arruga incipiente, examiné el estado de mis encías, mi diente careado, el modo en que colgaban mis antes lozanas mejillas, los párpados caídos, los labios arrugados y encogidos… Cegada por un creciente masoquismo que se estaba apoderando de mí, apagué la luz y encendí una vela. Su resplandor realzó aún más mis imperfecciones y las sombras de las flaccideces de mi cara se volvieron sombríos abismos con la fealdad de fondo. Excepto mi nariz, recta y de proporciones perfectas, de la que me sentía muy orgullosa desde mi juventud, todo lo demás era desechable, prescindible, reciclable. Y entonces sentí el pinchazo.

Mi marido había olvidado su jeringuilla usada sobre el lavabo. Sobre mi lavabo, pues había dos en el baño, cada uno en una esquina, lo más alejados posible. Acababa de pincharme con su maldita jeringuilla de la insulina cuando acababan de diagnosticarle una hepatitis chunga. ¿Cómo había sido posible ese descuido? Él era un hombre metódico, casi maniático del orden, la idea de los dos lavabos había sido suya, no soportaba encontrarse con mis cabellos, y exigía, sobre todo en el baño, una limpieza extrema, hasta el punto, decía, que fuera posible limpiarse los dientes con la escobilla del váter. No podía entenderlo, no sólo no había desechado la jeringuilla contaminada sino que además la había abandonado en mi lavabo. Y yo acababa de pincharme.
Salí del baño descompuesta, con un fuerte dolor de cabeza. Me senté junto al teléfono, sin saber si llamar a ese desalmado para pedirle explicaciones, o al 112 directamente. Entonces, al lado del teléfono, vi la tarjeta de la clínica Cleopatra, la que, según mi esposo, había hecho el estudio estético previo con una fotografía mía y enviado un presupuesto.

El camión de la basura pasó estruendoso, obligando a apartarse a unos hermanos que reñían a grito pelado por una pelota. Con el ruido del camión los críos amplificaron sus gritos. Me acerqué a la ventana dispuesta a echar un cubo de agua sobre esos malditos niños. Como no tenía otra cosa, les eché un pedazo de queso, no soportaba esas voces, me dolía la cabeza y no sabía por qué mi marido había sido aquel día tan inusual e imprudentemente descuidado. Al caer la basura del contenedor del barrio al camión, acerté a ver el cuerpo de un perro aplastado, muerto probablemente en la carretera cercana, que alguien habría recogido y tirado al contenedor. Vi aquello como una mala señal y tuve un atroz presentimiento.

Volví junto al teléfono, los críos dejaron de chillar, el camión se alejó, pero la sombra de la duda se volvía más poderosa a cada paso. Una idea, una loca idea al principio, fue creciendo en certeza en pocos segundos, y conforme se abría paso con una lógica nueva y amenazante, me tajaba por dentro como una cuchilla. Mi marido había dejado adrede la jeringuilla sobre el lavabo con el único fin de verme enfermar.
Otra idea, de signo contrario, vino rápidamente a combatir tan mal pensamiento. Quizá le ocurría algo, algún problema en el trabajo, alguna preocupación importante que no habría querido compartir conmigo para no estropear mi cumpleaños. Me había regalado una operación estética, con lo caras que son, con lo ajustado de nuestro presupuesto. Yo creía que estaba ahorrando para cambiarse de coche, y no, lo hacía por mi operación.

Quise saber cuánto costaría. Necesitaba saber cuánto estaba dispuesto a gastarse en mi recuperación estética, mi rejuvenecimiento. No es que ello fuera a dar la medida de su amor, pero al menos serviría para aplastar como a una mosca esa idea hedionda y desleal que se había instalado en mi cabeza, no soportaba pensar que después de veinte años de matrimonio aún no conocía a mi marido, no soportaba imaginarlo perverso.

Llamé al centro Cleopatra. Una voz engolada e infantil contestó a los pocos minutos. Le hablé de mi marido, de la fotografía, y me dio paso a algún despacho. Unos minutos después, otra voz amable hasta el hastío, me explicaba brevemente qué iban a hacer a mi nariz y cuánto iba a costar.

-¿A mi nariz? –pregunté angustiada. El corazón se me aceleró.

-Sí, señora. Nuestro centro está especializado en ese tipo de intervenciones. Somos el único centro del mundo que sólo opera la nariz. Imagínese usted el grado de virtuosismo que…

Colgué el teléfono demudada. Permanecí en silencio unas cuantas horas, sin moverme siquiera, y al final me levanté entumecida cuando oí sus llaves girar en la cerradura. Me sonrió como siempre pero yo percibí un gesto nuevo, casi invisible, un gesto que, sin embargo, debía estar en su rostro desde el principio, un gesto de una maldad ancestral, un gesto que yo había visto antes en multitud de retratos y representaciones de seres abyectos y demoníacos. Mi marido era un demonio y acababa de darme cuenta.

Pero yo le quería. Aunque nadie me crea, yo le quería con desesperación, con cada uno de mis átomos, en cada respiración y cada latido. Por eso puse una gran fotografía suya aquí, en mi celda, en cuanto llegué al psiquiátrico, y con el tiempo he ido cubriendo sus cuatro paredes con sus recuerdos. El hombre al que maté cuando se volvió malo de repente sabrá perdonarme que no haya fijado a la pared ninguna fotografía de los dos juntos. Me da cosa verme con él. Me asusta y me produce dolor de cabeza.
 





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